Segunda parte

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Marianne. Sólo podía ser ella.

La guerrillera, esta vez con una sonrisa triunfal en el rostro, tomaba al joven noble de la mano mientras lo guiaba a través del gentío sin apenas esfuerzo. La gente había dejado de gritar; el silencio inundaba aquella plaza imaginaria de un extremo a otro, pudiendo oírse hasta la respiración de un bebé. Aterrorizado, Sylvain quiso preguntarle a su salvadora qué estaba ocurriendo, mas descubrió que no tenía voz. Intentó hablar por todos los medios, hasta el punto de creer estar haciéndose daño en la garganta. Marianne, mirándole de reojo, no dejaba de dedicarle aquella misteriosa sonrisa.

Ante ellos se levantó una especie de resquicio sobresaliente, surgido a partir del pavimento de aquella difusa quimera, semejante al París que el muchacho conocía. Aupándole y subiendo la roca junto a él, la mujer, bayoneta y bandera en mano, extendió sus brazos hacia un punto en mitad de la plaza. Las masas se apartaron poco a poco, dejando en medio de un círculo espacioso a una única persona, que permanecía cabizbaja. Sylvain supo al momento de quien se trataba y, muy pronto, su corazón comenzó a latir desenfrenadamente.

Era él. Era Jacques Chardin, el hombre que le había robado el alma años atrás sin pedir permiso, regalándole a cambio una vida demasiado hermosa y bucólica como para ser real.

Sylvain, loco de alegría, no dudó en lanzarse a correr hacia él, dispuesto a abrazarlo y a no dejarle marchar nunca más. Sin embargo, un agarre de acero lo retuvo bruscamente, casi quemándolo con su tacto. Sin saber qué pasaba, Sylvain miró a aquella exótica mujer, interrogándola con la mirada. A modo de respuesta, la sonrisa se borró de sus carnosos y dulces labios, cobrando una palidez extrema en su lugar.

De pronto, el sonido de un disparo rasgó el aire con rotundo estruendo.

Sylvain descubrió de pronto que la gente había desaparecido de la plaza. Sólo quedaban ellos tres en escena. Cuando volvió a mirar a Marianne, sangre carmesí brotaba de su boca en grandes remeros. La mujer acabó por doblarse sobre sí misma, llevándose las manos a los labios. No emitió ninguna queja durante aquel agónico y macabro proceso. Tratando de socorrerla, Sylvain se percató de que únicamente era capaz de observar lo que ocurría. Por causas desconocidas, no podía moverse, y estaba agarrotado.

Impotente, vio como la libertadora caía sin vida al suelo, con la bandera aferrada a su mano. Más abajo, en el pavimento, Jacques bajaba el arma con lentitud.

Sylvain ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora