27. Mi nombre es Sylvain

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La última vez que recordó haber llorado fue cuando regresó a Livorno.

Semanas después de un largo viaje, su madre lo esperaba en el interior de la casona y, al verlo, cruzó las manos sobre su pecho llenita de alegría. Fue una alegría breve, pues ésta pronto se ensombreció al verlo detenerse frente a ella. Tras él, Savary se quitó el sombrero, probablemente indicándole a Anne-Marie que no traían buenas noticias.

Sin responder, Sylvain dio rienda suelta a su llanto por primera vez desde que se despidió de Jacques. Se hundió en los brazos de su madre como el niño que quería dejar atrás con aquellos últimos sollozos. Dejó que lo abrazase con fuerza, que le asegurase que todo iría bien a partir de entonces, que le dijera al oído cuánto lo quería. No fue necesario que le relatase lo ocurrido, pues ella ya lo había deducido nada más verlo derrumbarse.

Savary colocó una mano sobre el cabello de Sylvain al aproximarse, con intención de hacerle saber que también estaba con él. Negándose a responder, Sylvain se enterró aún más entre los brazos de su madre. Tuvo razón cuando le advirtió de que sería arriesgado, pero ¿habría conocido la verdad si hubiera avisado a Jacques que regresaba? Anne-Marie intentó consolarlo como buenamente pudo, pero sólo él podría sanar por sí mismo y un poco de tiempo.

No fue testigo de la mirada que tanto su madre como Savary intercambiaron, quienes no habían perdido la costumbre de hablar sin palabras. Tras esto, su mentor se retiró a sus aposentos. Con extrema delicadeza, la mujer se distanció de su hijo con una tierna sonrisa en sus labios. No dijo nada. Acarició sus enrojecidas mejillas con el dorso de ambas manos y, poco después, pasó un brazo por sus hombros.

Recordaba cómo su tío Ludovic insistió en ofrecerle una botella de vino en cuanto fue guiado hacia la sala de invitados. Por supuesto Anne-Marie se negó en redondo, pero acabó cediendo sin mucho esfuerzo. Cualquier cosa para animarlo serviría, y esto conmovió profundamente a Sylvain, pero lo único que necesitaba era encerrarse en su alcoba y descansar de tan largo viaje.

Aquella misma noche, cuando por fin pudo cerrar la puerta de su habitación, se aproximó al buró donde guardaba todas las cartas que Jacques le había escrito. Sacó el cajón entero del mueble casi con desesperación y comenzó a romperlas una por una. Apretó los dientes con fuerza por tal de no llorar de nuevo, pues no lo haría. Nada ni nadie lo harían derramar más lágrimas.

No sintió regocijo ni alivio al destrozar aquellos papeles, y pronto se sentó en el suelo mientras los rompía. Lo único que removía sus entrañas era la necesidad de pasar página y eliminar todo lo que le impidiese hacerlo, pero entonces encontró la primera carta que recibió estando en Livorno. Estuvo a punto de partirla en dos cuando algo dentro de su cabeza lo hizo parar.

Observó la cuidada caligrafía de aquella carta, y recordó con perfecta claridad la felicidad que lo invadió en cuanto la tuvo entre sus manos por primera vez. En aquellas líneas pudo volver a comprender el amor que todavía, en algún rincón de su corazón, recordaba con nostalgia. ¿Cómo iba a deshacerse de esos sentimientos? ¿Dónde le enseñaban a hacerlo? ¿Cómo... cómo iba a poder deshacerse del cariño y la amistad de toda una vida?

—No pasa nada si guardáis al menos una de recuerdo.

La voz de Chrystelle a sus espaldas lo sobresaltó. La mujer cerró la puerta tan silenciosamente como la había abierto y, con serenidad, se arrodilló junto al Lemierre en el suelo. Su rostro estaba iluminado por una radiante sonrisa que acarició su conciencia y, poco a poco, lo calmó.

—Todavía conservo la primera carta que Alöis me mandó hace ya muchos años —le dijo, tomando la carta de sus manos y doblándola con cuidado—. También estuve tentada de romperla en cuanto supe que decidió casarse, pero no lo hice.

Sylvain ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora