34. Mefistófeles

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Nada podría jamás compararse con la sorpresa que se materializó en los rasgos de Darrell al verle. Con lentitud, el inglés le dio su bastón a Marco para que lo sujetara por él por unos momentos. Ninguna dicha eclipsaría jamás su regocijo al contemplar aquella sonrisa que, atónita, lo movió a recoger al cachorro entre sus brazos. Sylvain creyó que acababa de arrancarle al niño que todavía se empeñaba en esconder, tan enamorado de la vida, inocente y terriblemente feliz.

—¿Es... es para mí? —titubeó el inglés, alzando al animal para verlo, incapaz de creerlo— Oh, Jesús. ¡Mirad qué preciosidad!

Sylvain se rio con suavidad, testigo de cómo el propio Marco se sonreía ante la escena. Una vez dentro, respiró con profundidad. Si aquella era la alegría que lo invadiría cada vez que entrase en aquella vivienda, haría todo lo posible porque así fuera por los siglos venideros.

Con disimulo, Sylvain tomó el bastón de manos de Marco, indicándole con una reverencia que podía dejarles a solas. Éste lo entendió, pues no tardó en escabullirse en las cocinas. Todavía oyendo las ñoñerías que Darrell le decía al perro, Sylvain lo acompañó para que pudiese sentarse con cuidado.

—Sé que no puede compararse, pero es lo único que podía hacer cuando os dije que os daría algo parecido a un hijo —sentenció el francés, contemplando enternecido cómo el cachorro sólo quería jugar.

—Oh, Sylvain... Por nada del mundo habría imaginado que me daríais semejante sorpresa —soltó una melodiosa risa, incapaz de apartar la vista del animal que sostenía en su regazo—. No tengo palabras para agradeceros esto, ¡no me lo esperaba! ¡Pero mirad qué patitas y qué orejas!

El perro ladró, visiblemente encantado de estar en brazos de su nuevo dueño. Sylvain dejó que jugara un poco con él, absorbido por completo en su ilusión. ¿Cuán hermoso sería verlo crecer juntos, tal vez en alguna acogedora casa de Inglaterra junto a una chimenea? Ah... Los estragos de la felicidad.

—Tenéis que ponerle nombre —dijo Sylvain, habiéndose sentado a su lado—. De otro modo no podrá acudir a vos cuando le necesitéis.

—¿Un nombre? Dejadme que lo piense un poco. Tiene que ser algo contundente... Sí, algo tan hermoso como respetable.

—Adelante —sonrió Sylvain, perdido en la emoción de su rostro.

Darrell permaneció en silencio durante unos segundos, permitiendo que el cachorro se escurriese de sus brazos para aterrizar sobre las piernas de Sylvain. De buena gana lo recibió, dispuesto a volverlo loco con rápidos movimientos de sus manos.

—¡Mefistófeles! —exclamó Darrell de pronto.

Sylvain palideció.

—¿Mefistófeles? ¡No podéis ponerle el nombre de un demonio!

—¿Y por qué no? Imaginad el espanto que causaría si, estando yo en peligro, lo llamase a voces para que acuda a defenderme cuando ya no pueda caminar —dijo con total normalidad—. La gente pensará que en verdad estoy invocando al demonio. ¿No es ingenioso?

—Es perturbador, Darrell.

—Tonterías. Es ideal —comenzó a reírse de nuevo, visiblemente encantado con su idea— ¡Mefistófeles! ¿Qué te parece tu nombre?

El perro se limitó a ladrar al oírle hablar, enseguida abandonando a un traumatizado Sylvain para buscar al inglés.

—Creo que no voy a poder haceros cambiar de opinión, ¿verdad? —suspiró Sylvain.

—Ciertamente. Además, parece que le gusta. ¿No te gusta tu nombre? ¡Claro que sí! —dijo, alzándolo de nuevo entre sus brazos y repartiendo pequeños besos por su cabecita— ¿Quién es el mejor chico del mundo?

Sylvain ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora