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—¿A qué demonios ha venido el jueguecito caníbal? —Les recriminó mi padre cuando por fin llegamos a la fortaleza.

—No te quejes, Big Mak. Os hemos salvado el culo— replicó T quitando importancia.

—Que sea la...

—Ya somos mayorcitos, "papá". Ocúpate del cachorro antes de que se desangre por la herida tan fea ésa que tiene.

     Makhulu observó a Shaka y a T marcharse gruñendo enfadado. Entonces pareció acordarse de mí.

—Vamos a que te vean, hijo.

    
     El médico hizo una mueca en cuanto examinó mi herida. Charló con mi padre cosas como que tendrían que abrirla cada cierto tiempo, sobre todo durante el período de mayor actividad felina, para evitar infecciones serias que acabaran en mi cerebro. También le explicó la posibilidad de que con el tiempo perdiera la visión en el ojo derecho consecuencia del ataque.

—Lo comprendo. Haga cuanto pueda por él, por favor.

     Y así fue como conseguí la llamativa marca que más adelante me daría fama.

     Mi madre, la reina Kiara, estaba furiosa. No se podía creer que mi padre cometiera el error de meterme en una pelea como aquella. Charlaron fuera, sin levantar la voz. Y fue la única discusión que quedó entre ellos dos.

     Mi madre cuidó de mi durante mi convalecencia. La segunda de mi, aún, corta vida. Mis hermanos me comenzaron a ver como una especie de leyenda. De los cuatro yo era el único que me había metido en una lucha como esa y sobrevivido para contarlo. La espantosa herida de mi rostro era el mudo recordatorio de mi proeza.

     Las cosas se calmarían unas cuantas semanas después. Shaka y T pasaban cada vez menos tiempo en las inmediaciones de la fortaleza. Estaba claro que ambos buscaban establecerse en un sitio propio. T nunca me pareció mal tipo como tampoco me lo parecía Shaka. El único inconveniente era que mi padre era el líder de los Mapogo y mientras viviera así sería. T tenía que buscarse otro lugar para dar inicio a su saga si aquel era su deseo. Mi padre nunca se lo prohibiría. Le tranquilizaba saber que T contaba con Shaka como escudero. Ambos formaban un dúo explosivo y mortal. Skorro, Rasta y El Guapo permanecieron junto a Makhulu.

     Otro de los factores que trajeron la calma a Sabi Sands fue que había llegado la temporada en que nos abríamos al mundo. Podíamos jugar con otros cambiantes y hacernos sus amigos. Lo mismo ocurría, aunque en menor medida con los humanos.

     Mis hermanos, para orgullo de mi padre y enfado de mi madre, les contaban a todo el mundo la leyenda del gran Alexander, el joven cachorro que se enfrentó solo a una enorme manada mixta y que salvó, no solo a su padre, sino también a sus poderosos tíos (bueno, no pasó así del todo, pero los adultos no corregían la versión de mis hermanos).

     Los visitantes escuchaban embelesados alrededor de la gran hoguera cuando se ponía el sol el relato de mis hermanos. Palabras que quedaban corroboradas cuando hacía mi aparición y me mezclaba entre los presentes. Desde aquel momento nos comenzaron a llamar los Cuatro Mosqueteros del Mapogo Pride.

     Jamás habíamos visto a nuestro padre y tíos tan orgullosos de nosotros.

     Sería una de las últimas noches de la Gran Temporada que duraba unos cuantos meses. Por primera vez habíamos visto lo que los humanos llamaban magos y nos habían impresionado tanto que nos costaba dormir. Morani ya había tenido su primera experiencia con una chica, o varias según la versión de Sikio. Nos despedimos de los mayores y subimos en nuestras habitaciones. Morani, ya casi era un adulto, tenía permiso para quedarse algo todo el tiempo que quisiera.

Scarface: El último Mapogo (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora