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Gideon se unió a mis dos hermanos y a mí en la búsqueda de nuestros caídos. Ninguno podía soportar la idea de dejarlos a merced de los perros salvajes o las hienas no cambiantes. Animales que habíamos traído con nosotros después que sufrieran un abuso terrible por parte de los humanos.

     Conduje con ellos tres convertidos en leones por si nos topábamos con las manadas no cambiantes que desconfiaban por experiencias vividas en cualquiera que anduviera erguido para que no nos atacaran.

      Apagué el motor a modo de precaución. Ellos tres bajaron del todoterreno y fueron directos hacia la zona de las hienas.

     Mi oído derecho captó un sonido muy leve a unos cincuenta metros de mi posición. Tenue. Como el llanto lastimero de un felino que está en las últimas. Tratando de centrarme comencé a olisquear el viento. Era un olor conocido.

     A lo mejor lo estaba imaginando. De todas formas debía investigarlo.

     Me eché el rifle, con los dardos tranquilizantes, al hombro y empecé a andar rápidamente tratando de ser lo más sigiloso posible.

     El corazón me latía a mil mientras me iba acercando. Apagué la radio para evitar delatar mi posición. Estaba a muy pocos metros. El corazón se me detuvo a medio latir para luego dar un vuelco.

     ¡Eran Hunter y mi tío Rasta!

     Rugí con toda la fuerza que fui capaz de reunir. Rugí de alegría, también de desesperación por el estado de ambos. Estaban vivos, pero desconocía cuánto tiempo les pudiera quedar.

—¿Qué pasa, chico? —Habló Gideon detrás de mí que fue el primero en llegar—. ¡No puede ser! ¡Rasta! ¡Hunter!



Lullaby:

     El gran rey Makhulu Mapogo se paseaba por la enorme estancia que era el salón familiar a esperar unas noticias que tardaban un siglo en llegar.

     Se colocó delante del amplio ventanal con cristales de seguridad con sus enormes manos a la espalda oteando el horizonte totalmente a oscuras.

—Tenemos una puta diana pintada en las pelotas y tú te pones delante de una maldita ventana a pecho descubierto. No sé si lo tuyo es temeridad o estupidez, Big Mak— habló su hermano menor desde la silla de ruedas con un montón de bolsas de suero en las perchas y con un montón de cables comprobando sus constantes.

—Quien quiera derrocar a los Mapogo tendrá que matarme, T. Y no estoy por la labor de abandonar este mundo sin acabar con la maldita coalición Majingilane. Si tienen pelotas que vengan aquí a buscarme. Que vengan de frente si se atreven.

—Majestad— interrumpí con educación—. ¿Le apetece tomar algo? No ha bebido ni comido nada en las últimas doce horas.

—Te agradezco el detalle, pero ahora mismo no... Hueles a Alexander— dijo y me quedé de piedra.

     Su hermano menor me miró con una chispa de diversión en los ojos.

—Sí, es que antes subí a ver cómo se encontraba y supongo que huelo a su dormitorio.

—No, pequeña. Son sus feromonas lo que huelo en ti. ¿Habéis...?

     La radio que tenían en la mesa me libró del lío que se me venía encima.

—Soy Alexander. Vamos de camino con Hunter y Rasta. Que tengan preparados los quirófanos. Están vivos, pero muy malheridos.

—Es una gran noticia, hijo mío. Lo tendré todo preparado para cuando lleguéis.

Scarface: El último Mapogo (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora