CAPÍTULO 20

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Áxel

Me había enamorado de ella.

De su sonrisa, de su perfume, de su voz, de sus ganas de vivir, de su incesante alegría y de su melódica risa. De ella y solo de ella.

Un concepto que escasas horas atrás me habría hecho sentir molesto y habría negado sin ni siquiera pensarlo, ahora me definía de la mejor de las maneras. Y me gustaba tanto que tenía ganas de gritarlo a los cuatro vientos para que todo el mundo lo escuchara, o, más concretamente, para que ella lo escuchara.

Había pasado una noche movida, despierto, reflexionando sobre lo que acababa de pasar. Después de nuestro momento, la fiesta llegó a su fin y Felipe vino a por nosotros. La noche había finalizado, pero yo no era capaz de soltarla como si nada, no podía quitármela de la cabeza. Habían hecho falta unas largas horas en vela para darme cuenta de lo que sentía, aunque no era muy difícil de adivinar. Fui capaz de llegar a esa conclusión hacia las cinco de la mañana, cuando rememoré por décima vez el casi beso que habíamos compartido y me di cuenta de que no me lo había podido quitar de la cabeza en todas las horas que habían pasado.

De repente, fui consciente de que nunca antes había deseado tanto algo en mi vida, y mucho menos un simple beso. Cuando nuestros labios se encontraban casi juntos, a punto de tocarse, me sentía completamente feliz. No obstante, anhelaba su contacto con tanta intensidad que no sé cómo aguanté la repentina separación. Sentía necesitarlos como el aire para respirar, y no haberlos conseguido me desgarraba el corazón de una forma casi insoportable.

Pero lo más extraño de todo era que no deseaba nada más, lo único que quería era besar sus labios y conversar con ella todo el día, todos los días, simplemente eso. No me importaba el sexo, aunque tampoco me negaría a poder apreciar cada curva de su cuerpo desnudo en mi cama, pero eso podía esperar todo lo que ella quisiera. Solo con su presencia ya me sentía afortunado y no pedía nada más excepto saborear su deliciosa boca.

Había besado a muchísimas chicas, pero nunca había sentido nada parecido a lo que sentí ayer por la noche, y ni siquiera llegué a juntar mis labios con los suyos. Fue fácil adivinar que, a diferencia del resto que había compartido, aquel habría sido un beso de verdad, uno de esos que solo ella podría proporcionarme.

Pasé toda la noche recordando cómo se me aceleró la respiración cuando la tuve tan cerca, cómo se erizó mi piel y cómo unas excitantes mariposas se instalaron inmediatamente en mi estómago en reacción en su contacto. Rememorando el sentimiento de satisfacción que se apoderó de mí cuando tuve sus labios justo en frente de los míos y los ojos cerrados preparados para aumentar las sensaciones que me proporcionaría su lengua y la enorme frustración que me inundó cuando la distancia apareció entre nosotros.

Había sido, sin lugar a dudas, el mejor y el peor momento de mi vida.

Sorprendentemente, no me había molestado en absoluto cuando averigüé que me había enamorado. El enfado y la negación no aparecieron en mi organismo, y era una cosa extraña, puesto que me había prometido no caer nunca en ese estado, el cual siempre había considerado de los débiles. Toda mi vida había pensado que el amor solo era una forma como cualquier otra de ceder el poder de tu vida a otro ser humano y depender de él de una manera muy insana. Por eso me había sorprendido a mí mismo enfadándome.

Después de darle vueltas durante un rato, sabía por qué estaba tan contento. Una persona que me hacía tan feliz, que era capaz de alegrarme el día con una simple palabra y que era tan inexplicablemente preciosa, no podía perjudicarme. Y si algún día lo hacía, no me importaba, ahora estaba demasiado ocupado pensando en ella para preocuparme por lo que pasaría después.

A partir de las cinco había conseguido dormir un rato, hasta las nueve, y ahora, cegado por la emoción que sentía por confesárselo todo a Blanca, acostado en la cama pensando únicamente en ella, era incapaz de conciliar el sueño de nuevo.

Bajo las Luces de ParísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora