CAPÍTULO 26

71 13 0
                                    

Áxel

La tenía delante. Después de una semana sin ver sus preciosos ojos ni tocar su fina piel, la tenía delante.

La última semana había sido la peor de mi vida. No por pasar unos días apartado de ella, lo cual podía soportar echándola bastante de menos, sino por el pensamiento de que, quizás, no volvería conmigo, no volvería a ser mía. Y también porque sabía perfectamente que, en esos momentos, me detestaba, y esto era difícil de ignorar. Saber que la persona que más quería me odiaba, y que tal veza decidiera hacerlo para siempre.

Había pasado una semana con ese hecho perforándome la cabeza día y noche, torturándome con posibilidades que mi diabólica imaginación no dejaba de inventar. Había acudido a decenas de entrevistas y programas teniendo que fingir estar feliz y sonriente con la finalización de mis vacaciones, sabiendo que la realidad era que apenas podía pensar en nada que no fuera ella y ese hecho me dolía demasiado.

Había pasado horas con el móvil en la mano, llamándola hasta que perdía la esperanza de que lo cogiera y decidía volver a probar el día siguiente. Había pasado cada una de las noches que había estado sin ella pensando en este momento, en su rostro acercándose al mío y diciéndome que no pasaba nada, que todo volvería a ser como antes. Había dejado que las lágrimas cayeran de mis ojos en numerosas ocasiones solo por la posibilidad de que la escena que tantas veces se había reproducido en mi mente no se desarrollara así. Y había dejado intacto el vacío que ahora ocupaba mi pecho, con la esperanza de que ella decidiera llenarlo de nuevo.

Ese día me había levantado a las ocho de la mañana para coger el vuelo a las doce. No podía llegar tarde, y fue la primera vez que me importó de verdad no llegar tarde a algún sitio. Enrique se había quejado varías veces de que todavía me quedaban unas pocas entrevistas, pero una promesa era una promesa, y él me había prometido que, en una semana, me podría ir, y el día ya había llegado. Además, Felipe me apoyaba. Llegamos más que puntuales al aeropuerto y montamos en el avión. El trayecto, a pesar de ser corto, se me hizo eterno entre nervios y el miedo que ocupaban mi organismo. No podía dejar de pensar en que pasaría si Blanca no se creyera mi historia o, simplemente, no me quisiera perdonar. Y, si ese fuera el caso, no la culparía; había jugado demasiado con ella. Solo deseaba que me diera otra oportunidad. Que ya sabía que no la merecía, pero la necesitaba, porque no sabía qué haría si no me la concedía.

Aterrizamos hacia la una y nos dirigimos hacia el único sitio que tenía relación Blanca que conocía: el Central Perk. El problema era que, entre los tres meses que habían pasado desde la última vez que había sido y que aquel día estaba oscuro y era de noche, nos costó más de lo que pensábamos localizarlo. Pero, finalmente, lo hicimos. Felipe aparcó el coche que habíamos alquilado y yo casi salté de él en marcha. Les dije que se fueran, que no los necesitaba más y ellos me hicieron ponerme la gorra y las gafas, que me quité cuando desaparecieron de mi vista porque el sol se había escondido detrás de unas nubes que tenían pinta de querer empezar una tormenta.

Y, entonces, entré. No tenía las esperanzas puestas en encontrarla allí, pensaba que me resultaría más complicado, pero pronto me di cuenta de que encontrarla no sería la parte más difícil.

No moví ni un pelo durante los primeros segundos, necesitaba un tiempo para observarla bien. Ella tampoco se movió. Iba vestida exactamente igual que la primera vez que la vi; de negro. Y estaba preciosa. Llevaba el pelo recogido en una coleta y la expresión de su rostro no desprendía nada más que sorpresa, hasta que sus ojos, más verdes que la última vez que los vi, empezaron a humedecerse ligeramente. Sus mejillas se pintaron de fuego, no sabía si por vergüenza o por furia, y las bolsas en los ojos que había intentado disimular con maquillaje se descubrieron cuando un par de gotas se deslizaron por su piel. Esas lágrimas parecían creadas para destrozarme, para hacerme sentir miserable y recordarme que no la merecía. No sabía lo que estaba sintiendo ella, pero podía asegurar que aquel gesto que no había podido controlar me había dolido a mí que a ella.

Bajo las Luces de ParísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora