IV

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Lucía no era una mujer vulgar.

Había recibido bastante buena educación, y la perspicacia de su inteligencia alcanzaba la luz de la verdad estableciendo comparaciones.

De alta estatura y color medianamente tostado, lo que se llama en el país color perla; ojos hermosos sombreados por espesas pestañas y cejas aterciopeladas; llevaba además ese grande encanto femenino de una cabellera abundante y larga que, cuando deshecha, caía
sobre sus espaldas como un manto de carey ondulado y brillante. Su existencia no marcaba todavía los veinte años, pero el matrimonio había dejado en su fisonomía ese sello de gran señora que tan bien sienta a la mujer joven cuando sabe hermanar la amabilidad de su carácter con la seriedad de sus maneras. Establecida desde un año atrás con su esposo en
Kíllac, habitaba «la casa blanca», donde se había implantado una oficina para el beneficio de los minerales de plata que explotaba, en la provincia limítrofe, una compañía de la cual don Fernando Marín era accionista principal y, en la actualidad, gerente.

Kíllac ofrece al minero y comerciante del interior la ventaja de ocupar un punto céntrico para las operaciones mercantiles en relación con las capitales de departamentos; y la
bondad de sus caminos presta alivio a los peones que transitan cargados con los capachos del mineral en bruto, y a las llamas empleadas en el acarreo lento.

Después de su entrevista con Marcela, Lucía se entregó a combinar un plan salvador para la situación de la pobre mujer, que era harto grave, atendidas sus revelaciones.

Lo primero en que pensó fue en ponerse al habla con el cura y el gobernador, y con tal propósito les dirigió, a entrambos, un recadito suplicatorio solicitando de ellos una visita.

La palabra de don Fernando en esos momentos podía ser eficaz para realizar los planes que debían ponerse en práctica inmediata, pero don Fernando había emprendido viaje a los minerales, de donde volvería después de muchas semanas.

Una vez que Lucía resolvió llamar a casa a los personajes de cuyo favor necesitaba, púsose a meditar, intranquila, sobre la manera persuasiva como hablaría a aquellas
notabilidades de provincia.

-¿Y si no vienen? Iré en persona -se preguntó y respondió simultáneamente, con la rapidez del pensamiento que envuelve en sus giros la intención y la ejecución, y se puso a sacudir los muebles, arreglando esta y aquella silleta, hasta que, llegando junto a un sofá, tomó asiento y tornó a sus combinaciones de discurso en la forma más interesante, aunque sin los giros de retórica que habría necesitado para un caballero de ciudad.

Entregada a este teje y desteje del pensamiento, sentía los minutos pesados, cuando tocaron a la puerta, y abriéndose suavemente el portón de vidrios dio paso al cura y al gobernador del poético pueblo de Kíllac.

Aves sin nidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora