XII

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Manuel, después de la despedida de su madre, se fue a su cuarto, y engolfado en pensamientos esperó, desvelado, la llegada del nuevo día.

A hora competente tomó su sombrero y se dirigió a la casa de don Fernando. Entró en la sala de recibo, donde encontró a Margarita sola, leyendo en un cuaderno con láminas iluminadas los cuentos de «Juan el Pulgarcito». Al verla, se dijo Manuel con alegría:

-¡Qué propicia ocasión para sondear su corazón y decirle mi afecto! Y llegándose a la niña y abrazándola, dijo:

-¡Qué solita y cuán hermosa te encuentro, Margarita!

-Manuel, ¿cómo estás? -repuso la niña colocando el cuaderno sobre la mesa.

-¡Linda Margarita!, es la primera vez que voy a hablarte sin testigos, acaso sean minutos cortos, porque busco a don Fernando, y por lo mismo, te pido que me escuches, ¡Margarita mía! -dijo Manuel, tomando una mano de la niña para acariciarla entre las suyas, reflejando

las ilusiones de su alma en sus pupilas, que despedían rayos de ternura y de amor en cada mirada.

-¡Guá!, Manuel, ¡qué extraño vienes! -dijo Margarita, fijando sus hermosos ojos en los de Manuel y volviéndolos a bajar candorosamente.

-No me llames extraño, Margarita, tú eres el alma de mi alma; desde que te conozco te he dado mi corazón y... ¡yo quiero ser digno de ti! -repuso Manuel, acentuando las últimas frases, porque todo el temor que Manuel abrigaba era que Margarita repudiase al hijo del sacrificador de Marcela, idea que no podía existir en la niña de hoy, pero posible en la mujer de mañana.

La huérfana permanecía muda y ruborosa como la amapola cuyo seno guarda la adormidera.

Él acariciaba la diminuta mano de Margarita, que se perdía entre las suyas. Hay ocasiones en que el silencio dice más que la palabra humana.

Manuel estaba ebrio de amor, contemplando a la hermosa muchacha, y volvió a decirle:

-¡Habla! ¡Responde, Margarita mía! ¡Sí!, ¡eres aún niña, pero tú sabes ya que te amo...!

Recuerda que junto a tu bendita madre te pedí ser tu hermano, hoy...

-Sí, Manuel, también yo, desde ese día, te veo en mis alegrías, en mis tristezas; serás, pues, mi hermano -repuso la niña.

Pero Manuel rectificó con calor:

-No, ángel mío, hermano es poco, y yo te amo mucho; ¡quiero ser tu esposo!

-¿Mi esposo? -preguntó aturdida Margarita en cuya alma se acababa de descorrer el velo de las creaciones infantiles, sacudiendo su organismo, clavando en su corazón el dardo del narcotismo de la juventud que, en el sublime sopor de las almas enamoradas, le iba a hacer soñar en ese mundo de poesía, temores y confianzas, risas y lágrimas, luces y sombras, en que vive la castidad de una virgen.

Margarita sabía desde este momento que era mujer. Sabía que amaba.

Para Manuel las impresiones se sucedían con la rapidez del pensamiento, si bien con distintas emociones que Margarita, porque su alma había perdido ya esa virginidad que es la ignorancia de los misterios reales de la vida.

Manuel amaba con intención. Margarita sólo con sentimiento.

El primer ímpetu de Manuel fue sellar con sus labios la palabra esposa pronunciada por los labios de la mujer adorada, pero la reflexión contuvo la materia como la brida detiene el corcel lanzado en la carrera, y sólo dijo:

-¡Sí, tu esposo...! -y besó la frente de Margarita.

Ése no fue el ósculo de la brasa encendida sobre la fresca hoja de la azucena, pero su huella era indeleble.

Margarita sintió cruzar por sus venas una corriente desconocida; sus carrillos se tiñeron de grana, y salió corriendo de la habitación, diciendo a Manuel:

-Voy a llamar a mi padrino. -Y se dirigió a las viviendas de Lucía, deteniéndose instintivamente cuando llegó al pasadizo, para serenar su turbación.

Manuel continuaba en el arrobamiento del alma, que en nada se parece al sueño del cuerpo, y del cual sólo vino a sacudirlo la serena palabra de don Fernando.

Manuel era el esclavo de una mujer. De una mujer que sólo es, en suma: Para un médico, aparato de reproducción.

Para un botánico, planta ligera.

Para un gordo, buena cocinera. Para el Vicio, placer, sensación. Para la Virtud, una madre.

Para un corazón noble y amante, ¡alma del alma!

Nadie irá a disputar sobre la exactitud de estas definiciones que, indudablemente, tendrán su inspirador, pero la verdad es que la última correspondió a Manuel con legítimo derecho, y por esto al ver partir a Margarita la despidió con ese suspiro que dice ¡alma de mi alma...!

Aves sin nidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora