XXIII

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En el patio de la casa blanca se encontraban más de veinte caballos ensillados, pues los vecinos, al recibir la invitación de don Fernando, desearon hacerle los honores de costumbre, acompañándolo en su salida hasta una legua de la población.

Doce mulas, con sus aparejos y arreos de marcha, recibían carga de varios capataces que levantaban ya maletones, ya baúles, ya almofreces de cuero.

Transcurrían las últimas horas de permanencia de don Fernando Marín en Kíllac.

Los invitados fueron recibidos con amabilidad según iban llegando, siendo de los primeros Manuel y su familia.

La mesa, arreglada en el espacioso comedor, ofrecía como novedad de estación las olorosas frutillas y las ciruelas moradas, artísticamente colocadas en fruteros de loza blanca, y enormes fuentes repletas de pichones, aderezados con el vinagre de manzana y ramos de perejil en el pico, incitaban el apetito.

La sala de recibo estaba llena de gente, y el judío a quien traspasó la estancia don Fernando paseaba de un lado a otro con el semblante contraído, como vigilando que no sufriese más deterioro la que, mediante el contrato, pasó a ser su propiedad.

Por en medio del barullo de bestias y cargadores que invadían el patio, pasaron vestidas de riguroso luto Margarita y Rosalía, conducidas por una sirvienta, y se dirigieron al cementerio, donde iban a orar por la postrera vez sobre la tumba de sus padres; a verter unas lágrimas de adiós, cuyo precio ignoraban ellas mismas.

Lucía cuidaba de que las huérfanas mantuvieran en su corazón la reliquia del amor filial. El camposanto de Kíllac es un lugar desmantelado y pobre.

Allí no existen ni mausoleos que pregonen vanidad ni inscripciones que señalen virtudes. Sólo pequeñas prominencias de tierra, señaladas con una tosca cruz de palo o de espino, indican la existencia de restos humanos bajo su seno.

Pero los esposos Marín, solícitos y buenos hasta para el sepulcro de Juan y Marcela, hicieron colocar una cruz de piedra blanca. Al pie de ella se arrodilló Margarita, cuyo corazón estaba preparado para todas las escenas en que la ternura ofrece mayor caudal.

Margarita, que al separarse de su madre muerta quedó en el mundo como el ruiseñor sin alas expertas para buscar su alimento y el árbol donde colgar su nido, se llegaba hoy ante los mismos despojos con el corazón ocupado por el amor de los amores.

Aves sin nidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora