II

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La situación de Manuel era de las más complicadas.

Encerrado en su cuarto por largas horas, durante casi todo el día y casi toda la noche se decía en frecuentes soliloquios:

-Por mucho que el nombre de don Sebastián no conste todavía en los autos, él está repetido de boca en boca, signado por acusación y prueba. Las explicaciones de mi conducta dadas a los extraños que me vean frecuentar la casa de don Fernando Marín no podrán ser satisfactorias por el momento, ni honrosos para mí los comentarios que se hagan. Será, pues, necesario fortalecerse; iré también al sacrificio para ser algún día digno de ella. Dejaré de visitar la casa; pero ¡en qué momentos me impongo este alejamiento!

¡Dios mío! Cuando mi corazón pertenece a Margarita, cuando mi anhelo es poder participar de los arreglos que la señora Lucía proyecta para la buena educación de la huérfana. ¡Dolor del alma' ¡Tú te llamas Fatalidad, y yo soy tu hijo!

Al decir estas últimas palabras cayó Manuel sobre el sofá de su pequeño cuarto, y con la cabeza apoyada en las palmas de las manos y los codos sobre las rodillas, permaneció como quien se abisma en los mares sin orilla de la duda y la meditación.

Manuel, indudablemente que tenía un plan concebido en su cerebro, acaso dictado por su corazón, y ejecutarlo era la exigencia ineludible.

Había comenzado a preparar el campo para realizar ese plan concebido por él.

Un día, después de reñidas vacilaciones, el sentimiento avasalló a la voluntad, y se dijo:

-Sea tiempo de arrostrar todo comentario, y esta noche voy.

Y por la primera vez, desde su llegada, puso esmero en su peinado y vestido. Sacó unos guantes que estaban en el fondo del baúl y que fueron de estreno en sus exámenes universitarios; preparó sus botas de charol y se fue a hacer tiempo en el jardín de su casa.

El pensamiento de Margarita lució vivo entre las flores, y el joven, absorbido por sueños ilusorios, cogió una porción de lindas violetas rellenas, que en tanta abundancia se producían debajo de las enramadas del arrayán; formó con ellas un perfumado ramillete, y lo guardó en el bolsillo de la pechera interior de su gabán diciendo:

-Las violetas son las flores que representan la modestia, y la modestia es virtud que resalta más en una mujer hermosa, porque la fea debe serlo. ¡Para mi Margarita, las violetas! Cuando a mi edad se las arranca, en medio de los rayos de luz que alumbran el corazón enamorado, involuntariamente se va dejando un pedazo del alma en cada flor para que toda ella vuelva a juntarse con el alma de un ser amado. Los veinte años son, dicen, la poesía de la existencia, las flores sus rimas y el amor la propia vida. ¡Oh!, ¡yo siento, sé que vivo desde que amo!

Aves sin nidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora