XXXI

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Manuel hizo un viaje de todo punto feliz. Parecía que los dioses alados del Amor y el Himeneo hubiesen soplado su aliento de ámbar sobre los nevados y los pajonales que recorrió en el ferrocarril, ignorando los peligros en que días antes se encontró la familia Marín y con ella su Margarita, ese poema de ternura entonado para él con las notas arrancadas a las fibras más delicadas de su corazón, como el arpa eólica pulsada por los ángeles de la Felicidad al batir sus vaporosas alas en la inmensa llanura.

También él distinguió la deseada ciudad de los valles andinos, para él entonces la sultana del mundo, porque hospedaba a la reina de su corazón. Llegó; fue a tomar alojamiento en el Casino Rosado, aligeró sus afeites indispensables, cambió de ropa, y se lanzó a la calle en dirección al Imperial, diciéndose:

-¡Dios mío, gracias! ¡Voy a verla! ¡Es tan cierto que a los veinte años la sangre quema y la tardanza exaspera! Yo no puedo retardar ni un día más la realidad de mi ventura... pero... hablaré en seguida a don Fernando... Esta exigida prudencia que refrena los ímpetus del alma. Ya los celos me han picado con su aguijón envenenado en los días de su ausencia...

¡Oh! ¿Cómo no pensar que la hermosura peruana de Margarita, la belleza de su alma virgen de las frases del mundo, no la rodee de adoradores, que aturdiendo sus oídos manchen el corazón de la mujer que yo amo?...

Manuel caminaba como un ebrio, sin fijarse en nada de las calles que transitaba por primera vez, obedeciendo maquinalmente a la dirección que le dio el portero del Casino.

-Los celos son ruines y son nobles a la vez -tornó a decirse-; en el fondo del amor supremo y satisfecho duermen enroscados como una víbora; en la superficie de un amor vulgar se arrastran y muerden con su veneno. ¡Que no despierten mis celos! ¡No, no! ¡Yo amo mucho a Margarita...!

Los pasos de Manuel resonaron en el patio del Hotel Imperial, y aquel sonido hizo estremecer el alma de Margarita.

¿Por qué razón la mujer que ama conoce no sólo el sonido de los pasos de su amante, sino que siente el perfume de su aliento a la distancia y el eco de su voz vibra sonoro entre multitud de otras voces?

¡Misterios de esa corriente magnética que une las almas sacudiendo el organismo!

El portón de vidrios giró sobre sus bisagras; el viento agitó ligeramente los finos cortinajes, y Manuel apareció en la sala azul, con el porte más distinguido y simpático.

-¡Sí, era él! -se dijo Margarita, que estaba parada junto a una mesa con tablero de mármol, sobre la que se alzaba un enorme jarrón de porcelana de la China lleno de juncos y jazmines que perfumaban la atmósfera.

Aves sin nidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora