XII

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Marcela, que se encaminó a la casa del párroco, seguida de su graciosa Margarita, llevando los cuarenta soles de plata, halló al cura Pascual sentado junto a la puerta de su pequeño gabinete, cerca de una mesa de pino, tosca y añosa, cubierta con un paño que dejaba sospechar haber sido azul en sus tiempos de estreno. Tenía en la mano izquierda el breviario con el dedo índice metido a la mitad del volumen entre foja y foja, y recitaba, aunque maquinalmente, el rezo del día.

Marcela llegó con paso tímido y dio el saludo así:

-Ave María Purísima, tata curay -y se inclinó a besar la mano del sacerdote, enseñando a Margarita que hiciese otro tanto.

El cura, fijándose en la muchacha y sin apartar la vista, repuso:

-Sin pecado concebida -y luego agregó- ¿De dónde me has sacado, bribona, esta chica tan guapa y tan rolliza?

-Es, pues, mi hija, tata curay -respondió Marcela.

-¿Y cómo no la conozco yo? -preguntó el cura Pascual agarrando con los tres dedos de la derecha el carrillo izquierdo de la muchacha.

-Es que vengo poco a esta estancia por no haber cumplido con nuestra deuda, y por esto no la reconoces, tata curay, a la huahua.

-¿Y cuántos años tiene?

-Yo... he contado como catorce años desde su óleo, señor.

-¡Ah!, entonces no le eché yo el agua, porque apenas ha seis años que vine; y ¡bien!, este año ya la pondrás al servicio de la iglesia, ¿no? Ya puedes entrar a lavar los platos y los calcetines.

-¡Curay...!


-Y tú, roñona, ¿cuándo haces la mita? ¿No te toca ya el turno? -preguntó el cura clavando los ojos en Marcela, y palmeándole las espaldas con ademán confianzudo.

-Sí, curay -respondió temblorosa la mujer.

-¿O has venido ya a quedarte? -insistió el cura Pascual.

-Todavía no, señor; ahora vengo a pagar los cuarenta pesos del entierro de mi suegra, para que quede libre la cosechita de papas...

-¡Hola!, ¡hola! ¿Conque plata tenemos, eh? ¿Quién durmió anoche en tu casa?

-Nadie, tata curay.

-Nadie, ¿eh? Alguna roña le has hecho a tu marido, y yo te enseñaré a entrar en esas picardías con bandoleros dando mal ejemplo a esta chiquilla...

-No hables así, tata curay -suplicó la mujer bajando los ojos ruborizada, y poniendo al mismo instante los cuarenta soles sobre la mesa. El cura, al ver la plata, distrajo su primera intención, soltó el breviario, que había colocado distraído debajo del brazo, y se puso a recontar y examinar la ley de las monedas.

Luego que se hubo persuadido de la cantidad y calidad de la plata, abrió un enorme escaparate de madera con chapa de cerrojo corredizo, donde guardó el dinero, y volviéndose en seguida a Marcela le dijo:

-Bien; son los cuarenta soles, y ahora, háblame, hija. ¿Quién te ha dado esta plata?

¿Quién ha ido anoche a tu casa?

-No hables así, tata curay, el juicio temerario cuando sale de los labios oprime el pecho como piedra.

-India bachillera, ¿quién te ha enseñado esas gramáticas?... Háblame claro.

-Nadie, tata curay, mi alma está limpia.

-Y, ¿de dónde has sacado esa plata? A mí no me engañas, yo quiero saberlo.

-Un cristiano, tata curay -respondió Marcela bajando los ojos y tosiendo con ficción.

-¡Cristiano! ¿No ves? Gato encerrado tenemos; habla..., porque yo... quiero devolverte esa plata.

-La señora Lucía me ha prestado, y dame el vuelto para retirarme -dijo la madre de Margarita, tímida por quebrantar con aquella revelación el primer mandato de su benefactora. Y el cura Pascual, al oír el nombre de la esposa de Marín, dijo, como picado por la víbora del despecho:

-¿Vuelto?... ¡Qué vuelto! Otro día te lo daré -y mordiéndose los labios con pasión reprimida, murmuró- ¡Lucía! ¡Lucía!

El cura volvió a tomar su asiento, preocupado y sin parar ya mientes en la despedida sumisa de Marcela y Margarita, a quienes vio alejarse mascullando frases entrecortadas. Acaso tomaba de nuevo el hilo de sus rezos interrumpidos por la esposa de Juan Yupanqui.

Aves sin nidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora