XVIII

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A las primeras campanadas y disparos de armas los capataces de don Fernando huyeron despavoridos en busca de seguridad, porque comprendieron que allí era el ataque.

Don Fernando se preparaba para la defensa, y fue en mangas de camisa a tomar un rifle de caza que tenía bien provisto de municiones; pero Lucía se interpuso suplicante repitiendo angustiada:

-¡No, Fernando mío, no! ¡Sálvate, sálvame, salvémonos...!

-¿Y qué hacer, hija? No hay otro remedio, porque moriremos indefensos -repuso don Fernando intentando calmar las impresiones de su esposa.

-Huyamos, Fernando -dijo Lucía aprovechando de las últimas palabras de su marido.

-¿Por dónde, Lucía querida? Las entradas de la casa están ya ganadas -respondió don Fernando tomando una caja de cápsulas de Remington, y echándosela en el bolsillo del pantalón.

Las voces se repetían en la calle, cada vez más aterradoras e implacables.

-¡Bandoleros!

-¡Advenedizos!

-¡Forasteros!

-Sí, ¡la muerte! ¡la muerte...!

Eran las palabras que se alcanzaban a percibir en ese torbellino de la asonada. De improviso se dejó oír una voz nueva, fresca, sin los gases del alcohol, que, con toda la arrogancia y serenidad del valor, dijo:

-¡Atrás, miserables! ¡Así no se asesina! Y otra voz apoyó la anterior, diciendo:

-Nos han engañado, ¡miserables!

-No hay tales ladrones -observó la misma voz que apoyó a la primera.

-Por acá la gente honrada -gritó uno con valor.

Aves sin nidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora