XXV

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Positiva es la influencia simpática que ejerce ante sus semejantes el hombre que, reconociendo la mala senda, se detiene para desandar lo andado y pide el amparo de los buenos.

Por descorazonado y egoísta que sea el actual siglo, es falso que el arrepentimiento no inspire interés y merezca respeto.

Las palabras del cura Pascual habían conmovido los nobles sentimientos de don Fernando Marín, en grado tal, que adquirió completa disposición para apoyar, o mejor dicho, defender al párroco de las complicaciones que sobreviniesen en el curso de los acontecimientos iniciados con la intervención del juzgado; pero el señor Marín era hombre de mundo, conocedor del corazón humano, y en la actitud del cura Pascual vio una faz diferente de la que el vulgo veía, y dijo para sí:

-Esta es la explosión del susto, el sacudimiento nervioso que produce el miedo; yo no puedo tener fe en las palabras de este hombre.

Mientras tanto el cura Pascual, como adivinando por intuición el pensamiento del señor Marín, dijo a éste:

-No quiero detenerme, don Fernando. Las resoluciones acompañadas de vacilación se desvirtúan. He sido más desgraciado que criminal. Mienten los que, sentando una teoría ilusoria, buscan la virtud de los curas lejos de la familia, arrojados en el centro de las cabañas, cuando la práctica y la experiencia, como dos punteros de la esfera que han de señalar con infalibilidad la hora, nos marcan que es imposible conseguir la degeneración de la naturaleza del hombre.

-Usted ha podido ser un sacerdote ejemplar, cura Pascual -contestó el esposo de Lucía, casi apoyando las últimas palabras de su interlocutor.

-Sí, en el seno de la familia, don Fernando, pero hoy, ¡puedo decirlo delante de usted!, solo, en el apartado curato, soy un mal padre de hijos que no han de conocerme, el recuerdo de mujeres que no me han amado nunca, un ejemplo triste para mis feligreses, ¡ah...!

La voz del párroco estaba ahogándose; gruesas gotas de sudor corrían por su frente y su mirada infundía, más que respeto, miedo.

-Cálmese, cura Pascual, ¿a qué tanta exaltación? -dijo don Fernando con ademán compasivo, a la vez que con la fisonomía demudada por la sorpresa, pues aquel que tenía delante no era el cura Pascual que vio y trató tantas veces; era el león despierto del letargo con el dolor de una herida mortal, desgarrándose sus propias entrañas.

-La revelación de Marcela... -dijo el cura por toda respuesta, tapándose la cara con ambas manos y volviéndose a descubrir para levantarlas al cielo como sobrecogido de espanto.

¿Eran horribles, acaso de magnitud y trascendencia, aquellas palabras de la revelación sacramental? Indudablemente.

Cualesquiera que ellas fuesen, cayendo sobre un ánimo ya preparado por el terror que le infundió el resultado de la asonada y la sobreexcitación cerebral producida por el licor y los placeres que apuró en brazos de Melitona, agregándose a esto las palabras que lanzó Manuel como un tremendo reto, todo debía producir su estallido.

En tales situaciones el hombre va a los dos extremos de la vida social: la virtud o el crimen.

Pero el pobre organismo del cura estaba gastado totalmente, y la reacción para el bien no podía ser indicio de perseverancia. Aquél era el delirium tremens que asalta el cerebro, mostrándole fantasmas que hablan y amenazan. Sus labios estaban secos, su respiración quemada; mas el cura, continuando su discurso interrumpido por una lucha interior, dijo:

-La mujer es como la miel: tomada en cantidad agota la salud... ¡Estoy resuelto, don Fernando...!

El cura Pascual deliraba, y cayó al suelo completamente privado, de donde lo levantaron presa de una fiebre tifoidea, y fue preciso conducirlo a su casa, desierta de los afectos y cuidados de familia y de todo auxilio.

No había para el infeliz más asistentes que su pongo y sus mitayas forzosas, ni más cariño que el de su perro.

Aves sin nidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora