SEGUNDA PARTE: Capítulo I

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El corazón del hombre es como el cielo cargado de nubes: infinito en sus fenómenos e igual en el curso de sus sacudimientos tempestuosos.

Después de la noche de tormenta clarea el día de luz y de sol.

Tras de los sucesos tristes que dejamos narrados en la primera parte de esta historia, la población de Kíllac entró en un período de calma semejante al desfallecimiento que sigue al trabajo inmoderado, aunque la tempestad levantada en el corazón de Manuel tomaba proporciones considerables, impulsada por la soledad y la falta de ocupación consiguientes.

Transcurrieron así meses y meses.

Instaurado el juicio respectivo para descubrir a los verdaderos culpables del asalto, las diligencias preparatorias, con su tecnicismo jurídico, no había podido señalarlos, ni averiguar nada de lo que nosotros sabemos, siguiendo el proceso con la lentitud alentadora del reo, lentitud con que en el Perú se procede dejando impune el crimen y tal vez amenazada la inocencia.

Sin embargo, el expediente engrosaba: cada día se añadían pliegos de papel sin sellar con el respectivo cargo de reintegro oportuno, constando en autos extensas declaraciones de testigos que ni al expresar su edad, estado y religión decían verdad convincente.

Citaron al señor Marín al juzgado para prestar una instructiva como perjudicado, y no obstante el propósito que le asistía de no empeñarse en aquel juicio, se presentó, obedeciendo la citación, al juzgado de paz, comisionado por el de primera instancia para instruir el sumario.

El juez de paz, que era don Hilarión Verdejo, hombre ya entrado en años, viudo de tres mujeres, alto y cacarañado, actual propietario de «Manzanares», que compró a la testamentaría del obispo don Pedro Miranda y Claro, estaba gravemente sentado en el despacho ante una mesa de pino, en un salón de vaqueta y madera de los que se fabricaban en Cochabamba (Bolivia) hace cuarenta años, y que hoy son, en las ciudades del Perú, una rareza de museo.

Acompañaban a Verdejo dos hombres de los que sabían rubricar, quienes iban a servir de testigos de actuación, y no tardó en llegar el señor Marín, a quien recibió el juez alargándole la mano y diciéndole:

-Usté perdonará, mi señor don Fernando, que lo haiga hecho venir pacá; yo hubiese ido pallá; pero el señor jués de instancias...

-Nada de excusas, señor juez, está muy en orden -contestó el señor Marín, y don Hilarión comenzó la lectura de algunos documentos que persuadieron a don Fernando, una vez más, de que sería risible de su parte proseguir aquel juicio, digno de ser tratado por gente seria.

-¿Vamos a la actuación, señor juez? -preguntó don Fernando.

-Esperemos otro poquito, mi señor; no tardará mi plumario pa quescriba -repuso Verdejo algo turbado, acomodando su sombrero en una esquina de la mesa y dirigiendo miradas ansiosas hacia la puerta por donde, al fin, apareció Estéfano Benites llevando la pluma sobre la oreja derecha. Saludó muy deprisa, y arrastrando una silleta, dijo:

-Mucho me he tardado, señor; usted dispense -tomando al mismo tiempo la pluma, sopándola en el tintero y colocándola en actitud de trasladar al papel que tenía delante el dictado de don Hilarión, que dijo:

-Ponga usté el encabezonamiento, don Estéfano, con buena letra, qués cosa de nuestro amigo el señor Marín.

Benites, después de llenar algunos renglones, contestó:

-Ya está, señor.

Entonces don Hilarión tosió para afinar la voz, y con tono magistral, o mejor, como escolar que repite su lección de memoria, comenzó así:

-Preguntado si sabe y le costa que hubieron desórdenes con armamentos de fuego en este pueblo la noche del sinco del mes corriente, respondió:

-Que sí sabe, y le consta, por haber sido su domicilio atacado -se apresuró a contestar don Fernando, deseoso de ahorrarle algunos aprietos de redacción al juez.

-Conesta declaración los mata usté a sus enemigos, mi don Fernando -dijo Verdejo haciendo paréntesis en el dictado.

Don Fernando se concretó a callar, y el juez continuó:

-Preguntado si sabe quiénes atacó la casa o conoce los autores del atentado...

-Que sí -dijo don Fernando con firmeza.

Al escuchar esta respuesta, Estéfano levantó la cara con la sorpresa consiguiente a tan inesperado golpe, observando el semblante del señor Marín, y aunque en él no pudo descubrir nada que le hiciese sospechar que estaba al cabo de su participación, desde aquel momento varió algo la forma de su letra, lo que demostraba que su pulso no iba firme.

Los testigos cruzaron entre sí una mirada significativa, y el juez no dejó de observar:

-Siendo estoasí, condenados tendremos -y creyendo haber trabajado lo suficiente, agregó-: Por hoy basta, don Fernando, mañana continuaremos, si Dios nordena otra cosa, porque mestán esperando pa un deslinde. ¡Jesús!, qué ocupao vive un jués... y todavía sin...

-dijo rascando la palma de la zurda con los dedos de la diestra.

-Como usted guste, señor juez, a mí no me urge esto -respondió don Fernando Marín, tomando su sombrero y despidiéndose.

Iba a salir, cuando se le llegó Estéfano con aire misterioso, y le dijo a media voz:

-Señor Marín, dispense usted, ¿quién me abonará mis derechos de... secretario?

-No sé, amiguito -contestó don Fernando moviendo la cabeza, y abandonó el santuario de la ley.

Luego que se encontraron solos, observó Verdejo, dirigiéndose a su plumario:

-Ha dicho que los conoce, ¿eh?

-Sí, don Hilarión; pero en la prueba están las tantas muelas, como había dicho el Cachabotas -respondió Benites, limpiando la pluma con un pedacito de papel.

-Eso también he pensao yo, don Estéfano, que pa algo, pues, sirve llevar tantos años de judicatura, e siquiera queda experiencia.

-Y ahora que recuerdo, señor, para que todo vaya bien aparejado, hay que decretar primeramente el embargo del ganado del campanero; porque hasta el presente folio resulta el único comprometido en esto -instruyó Benites, obedeciendo a un plan ya preconcebido.

-Ajá, ya meiba olvidando; ponga usted el decreto fuerte.

Autorizó el juez, y Benites redactó en seguida una especie de auto de embargo de las vacas, ovejas y alpacas de Isidro Champí, campanero de Kíllac, para quien aquel ganado representaba la suma de sacrificios sin nombre soportados por él y su familia durante su vida. Después de escribir, consultó Estéfano al juez y dijo:

-El depositario que exige la ley puede ser nuestro amigo Escobedo; es persona abonada, honrada y toda nuestra, señor juez.

-¿Escobedo? -repitió don Hilarión, rascándose la oreja, y después de una ligera pausa-.

Sí, siestá bien, ponga usté a Escobedo -respondió Verdejo, ordenando los papeles desparramados sobre la mesa y tomando en seguida su sombrero para salir.

Aves sin nidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora