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Ataquemos las costumbres viciosas de un pueblo sin haber puesto antes el cimiento de la instrucción basada en la creencia de un Ser Superior, y veremos alzarse una muralla
impenetrable de egoísta resistencia, y contemplaremos convertidos en lobos rabiosos a los corderos apacibles de la víspera.

Digamos a los canibus y huachipairis que no coman las carnes de sus prisioneros, sin haberles dado antes las nociones de la humanidad, el amor fraternal y la dignidad que el hombre respeta en los derechos de otro hombre, y pronto seremos también reducidos a
pasto de aquellos antropófagos, diseminados en tribus en las incultas montañas del
«Ucayali» y el «Madre de Dios».

Juzgamos que sólo es variante de aquel salvajismo lo que ocurre en Kíllac, como en todos los pequeños pueblos del interior del Perú, donde la carencia de escuelas, la falta de buena fe en los párrocos y la depravación manifiesta de los pocos que comercian con la ignorancia país y la consecuente sumisión de las masas alejan, cada día más, a aquellos pueblos de la verdadera civilización, que, cimentada, agregaría al secciones importantes con elementos tendentes a su mayor engrandecimiento.

Don Fernando se presentó en compañía de Juan en casa del gobernador, quien se vio rodeado de gente, despachando asuntos que él llamaba de alta importancia, gente que fue desfilando sin etiqueta, hasta dejar solos a Pancorbo y el señor Marín.

Casi a la entrada de la casa estaba en cuclillas una chiquilla de cuatro años de edad que, al ver a Juan, se abalanzó a él como perseguida por una jauría de mastines.

Don Fernando entró serio y pensativo.

Vestía un terno gris de tela tejida en las fábricas de casimir de Lucre, confeccionado con todo el arte del caso por el más afamado sastre de Arequipa.

La persona de don Fernando Marín era distinguida en los centros sociales de la capital peruana, y su fisonomía revelaba al hombre justo, ilustrado en vasta escala, y tan prudente como sagaz. Más alto que bajo, de facciones compartidas y color blanco, usaba patilla cerrada y esmeradamente criada al continuo roce del peine y los aceitillos de Oriza. Ojos verde claro, nariz perfilada, frente despejada y cabellos taiño ligeramente rizados y peinados con cuidado.

Cuando penetró al salón-despacho del gobernador, se descubrió con política, tomando en la mano izquierda su sombrero de paño negro, y alargándole la diestra a Pancorbo, dijo:

-Excúseme, don Sebastián, si interrumpo sus labores, pero el cumplimiento de un deber de humanidad me trae a solicitar de usted que le sea devuelta a este hombre la hijita que le han tomado, sin duda en rehenes por una deuda, y que sea castigado el autor de ese delito.

-Tome usted asiento, mi don Fernando, y, hablemos despacio: estos indios, francamente, no deben oír esas cosas -respondió don Sebastián variando de lugar, y sentándose casi junto a don Fernando continúa en voz bien baja:

-Verdad que le han traído la hijita, ahí está pues, pero eso, francamente, es sólo un ardí para obligarlo que pague unos dos quintales de alpacho que debe desde ahora un año.

-Pues a mí me ha asegurado, señor gobernador, que esa deuda dimana de unos diez pesos, que forzosamente le dejaron en la choza el año pasado, y que ahora le obligan a pagar dos quintales de lana, cuyo valor aproximado es de ciento veinte -replicó don Fernando con seriedad.

-¿No sabe usted que esa es costumbre y comercio lícito? Francamente, yo aconsejo a usted no apoyar a estos indios -arguyó Pancorbo.

-Pero don Sebastián ...

-Y por último, para aclarar todo, francamente, mi don Fernando, ese dinero es de don Claudio Paz.

-El señor don Claudio es mi amigo, yo hablaré con él ...

-Esa es otra cosa así que, francamente, por el momento, hemos terminado -dijo don Sebastián levantándose de su asiento.

-No creo, señor Pancorbo, porque deseo que usted haga devolver la hija al padre. Si usted acepta mi garantía por el dinero ...

-Corriente, mi don Fernando; allá que se la lleve Juan a la muchachita, y usted firmará una garantía -respondió don Sebastián acercándose a la mesa de donde tomó un pliego de papel, que colocó en situación de escribir, e invitando a don Fernando, agregó- Estas cosas no son desconfianza, mi amigo; pero, francamente, son necesarias, pues reza el refrán que cuenta y razón conservan la amistá.

Don Fernando acercó una silleta a la mesa, escribió algunos renglones y después de rubricarlos pasó el pliego a don Sebastián. Este se dio un golpecito en el bolsillo cartera de chaqué y dijo:

-¿Mis anteojos?...

Los anteojos estaban colocados al borde de la salvilla del peltre; los vio don Sebastián y calándoselos repasó la escritura; después dobló el papel, lo guardó en el bolsillo, y dirigiéndose a don Fernando, le dijo:

-Muy bien, francamente, estamos arreglados, señor Marín, mis respetos a mi señora Lucía.

-Gracias, adiós -repuso don Fernando with amabilidad, alargando la mano que estrechó el gobernador, y salió sacudiendo el polvo de aquella factoría de abusos. Con él salió Juan llevando en sus brazos a la pequeña Rosalía.

Apenas dejó don Fernando la sala del gobernador, entró la mujer de éste, y tomándole el brazo con cierta dureza le dijo:

-¡Si no puedo ya contigo, Sebastián! Tú me vas a hacer tan desgraciada como a la mujer de Pilatos, condenando tanto justo y poniendo tus garabatos en tanto papel que más provecho te dejará no leerlo siquiera.

-¡Mujer! -dijo con aspereza por toda respuesta don Sebastián; pero su esposa continuó:

-Estoy al cabo de todo lo que ustedes fraguan contra ese pobre don Fernando y su familia, y te pido que te apartes. ¡Apártate, por Dios, Sebastián! Acuérdate de ... nuestro hijo, se avergonzaría mañana.

-Quítate, mujer, tú siempre estás con estas cantaletas. Francamente, las mujeres no deben mezclarse nunca en cosas de hombres, sino estar con la aguja, las calcetas y los tamalitos, ¿eh? -contestó enfadado Pancorbo; pero doña Petronila insistió en la réplica.

-Sí, eso dicen los que para acallar la voz del corazón y del buen consejo echan a un diantre nuestras sanas prevenciones. ¡Acuérdate, Chapaco! -agregó con intención, golpeando la mesa con la palma de la mano, y salió haciendo una mueca desdeñosa.

Don Sebastián lanzó un ¡uf! parecido a un bufido, y se puso a torcer tranquilamente un cigarro.

Aves sin nidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora