III

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El cura Pascual salvó milagrosamente del ataque de tifoidea, que le tuvo siete días postrado en el lecho, de donde lo arrancó la asistencia caritativa.

Su convalecencia iba a ser tardía, no obstante la benignidad del clima y la abundancia de leche y alimentos nutritivos. Su cerebro necesitaba cambio de lugar, de objetos y de costumbres para quedar desposeído de las imágenes que en él vivían con todo ese comején de los remordimientos, y resolvió ir a la ciudad en busca de un facultativo y de algún consuelo, dejando temporalmente el curato a un fraile exclaustrado de los antiguos franciscanos, que llegó a Kíllac casi al mismo tiempo que la nueva autoridad nombrada por el Supremo Gobierno para regir la provincia. Elegido fue el coronel Bruno de Paredes, hombre conocidísimo en todos los partidos del Perú, así por gozar de influjos conquistados en torneos del estómago, o banquetes, como por sacar con frecuencia las manos del plato de la Justicia. Paredes era, además, antiguo camarada de don Sebastián, y hasta compañero de armas en una revuelta que hubo en pro no sabemos asegurar si de don Ramón Castilla o don Manuel Ignacio Vivanco.

La edad de don Bruno pasaría de los cincuenta y ocho años; sin embargo, estaba conservado y mozo con ayuda de un poco de tinte de Barry para el pelo y los trabajos del dentista Christian Dam para la boca, novedades que él llevó de Lima la primera vez que marchó de la capital como diputado dual por los Sacramentos.

Alto y grueso, de facciones vulgares y color más que modesto, cuando reía a carcajada descompuesta dejaba ver la dentadura ajena por debajo de sus labios, resguardados por unos mostachos atusados en forma de cepillo. Vestía pantalón negro, chaleco azul cerrado hasta el cuello por botones amarillos de la patria, que también lucía, aunque más grandes, en la levita de paño café oscuro con enormes presillas de coronel; y gastaba un sombrero faldón de paño negro, con un herraje de caballo en miniatura como remache del cintillo ancho, de gro rayado. Nunca hizo ninguna clase de estudios militares, es verdad, pero las circunstancias le pusieron los galones el día menos pensado, y él tampoco cometió la candorosidad de despreciarlos. Su instrucción pecaba de pobre y su habla se resentía de pulcritud.

A su llegada a Kíllac se puso en relación inmediatamente con su antiguo camarada don Sebastián, a cuya casa se dirigió; supo los acontecimientos ocurridos en la población, y sostuvo el siguiente diálogo, donde rebosaba la confianza de otras épocas:

-¡Qué diantre! Y, ¿usted, mi don Sebastián, todo un hombre que viste calzones, se ha dejado manejar por un muchacho de escuela como es Manuelito? Pues no faltaba más.

-Mi coronel, francamente, declaro a usted que no se puede de otro modo. Ese muchacho me ha reflexionado como un libro, y Petruca ha remachado el clavo con sus lloros...

-¡Bonita va la cosa! Llévese usted de lloros de mujeres, y veremos cómo anda la patria.

No, señor; usted se planta en sus trece; y yo le sostengo; sí, señor.

Aves sin nidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora