Teodora, en la plenitud de su vida, como ya la hemos descrito al llegar a su pueblo, lucía una cabellera tan abundante y larga, que a tenerla destrenzada habríale cubierto las espaldas como una ancha manta de vapor ondulado. El conjunto de su persona era tan simpático y atrayente, con esa expresión dulce que enamora, que al verla don Fernando formuló en su pensamiento una especie de disculpa al subprefecto. Invitó asiento a las recién llegadas, y llamó desde la puerta:
-¿Lucía, Lucía? -arrojando afuera el pucho del cigarro que fumaba. Mientras tanto, doña Petronila dijo quedito a su hijo:
-Te pillé, bribonazo, te pillé en tu querencia. -Y sonriose maliciosamente.
-¡Madrecita! -articuló Manuel como una disculpa de niño. Don Fernando preguntó a Teodora:
-Señorita, ¿usted es recién llegada?
-Sí, señor; soy de Saucedo, y sólo hace horas que estoy aquí -contestó la joven con desenvoltura.
Lucía no se hizo aguardar, y entrando dijo:
-¿De dónde bueno por su casa, doña Petronila?... ¿Y esta señorita?... -y abrazó a una y a otra.
Doña Petronila, desprendiéndose el pañolón sujeto al hombro, y con aire de franqueza, exclamó:
-¿Qué les parece a ustedes el dichoso coronel Paredes, que después de dejar el asperjes de la discordia en mi casa se fue a la de mi compadre don Gaspar a querer robarle su joya? - y señaló a Teodora.
-¡Madre! -dijo con timidez Manuel.
-¡Guá! ¿Por qué no he de hablar claro -continuó doña Petronila-, si don Fernando los conoce muchísimo y asimismo la señora Lucía? -y relató punto por punto todo lo ocurrido en Saucedo.
Cuando terminó su relación, que los esposos Marín escuchaban cambiando la mirada de la joven a doña Petronila y de ésta a aquélla, los carrillos de Teodora eran dos cerezas, permaneciendo ella con la mirada clavada en el suelo, sin atreverse a levantar los ojos. En esta actitud soportó uno de los momentos más difíciles de su vida, ora recogiendo los pies bajo la silleta, ora estrujando sus manos escondidas debajo de su pañolón de cachemira.
Manuel se sonreía a veces. Lucía bastillaba la orla de su fino pañuelo, encarrujándolo y volviendo a soltarlo.
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Aves sin nido
RandomAves sin nido, considerada la primera novela indigenista, publicada en 1889 y escrita por Clorinda Matto de Turner, una verdadera pionera del género en Latinoamérica. En la historia se despliega una gran protesta social frente a la injusta realidad...