XVI

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Juan Yupanqui y Marcela, que, después de los sucesos que conocemos, se fueron de casa de Lucía, llegaron, pues, a la suya con Margarita y Rosalía, esas dos estrellas rientes de la choza, cuyos destinos estaban señalados con la marca que Dios pone en cada predestinado en el mapa de las evoluciones sociales.

En el cerebro de Juan Yupanqui no podían ya cobijarse los criminales pensamientos de la víspera. Ya no tocaría el tétrico umbral del suicida, cuya acción cubre de luto el corazón de los que quedan y mata las esperanzas de los que creen.

Dios puso a Lucía para que Juan volviese a confiar en la Providencia, arrancada de su corazón por el cura Pascual, el gobernador y el cobrador o cacique, trinidad aterradora que personificaba una sola injusticia.

Juan creía de nuevo en el bien, estaba rehabilitado, e iba a entrar en la faena de la vida con nuevo afán, para probar gratitud eterna a sus bienhechores.

Marcela ya no sería la viuda de un suicida, de un desertor de la vida, cuyo cadáver, sepultado en la orilla de un río o al borde de un camino solitario, no invocase de los suyos paz, suspiros, ni oraciones.

Sentado en la choza dijo Juan a su mujer:

-Recemos el Alabado, y ahora te juro entregar mis fuerzas y mi vida a nuestros protectores.

-¡Juanuco!... ¿No te dije?, yo también los serviré hasta vieja.

-Y yo también, mama -agregó Margarita.

Y todos tres se pusieron a instruir a Rosalía, explicándole que esos hombres no se la llevaron por la súplica del Wiracocha Fernando y la señora Lucía de la casa grande. Y haciéndola arrodillar en el fondo de la vivienda, con las manitas empalmadas al cielo, le hicieron repetir las sublimes frases del Bendito y Alabado.

-Ahora atiza el fogón -dijo Juan a Margarita.

-Asaremos unas papas, aquí hay ají -repuso Marcela sacando unas hojas de maíz envueltas y atadas con un pedazo de hilo de lana.

-Mañana hemos de matar gallina, Marcela; estoy contentísimo, y nuestro compadre nos ha de prestar unos dos pesitos -dijo alegre Juan.

-Así me gusta, tata. O pediremos el vuelto que tiene el cura -respondió la mujer colocando junto a su marido dos platos de barro vidriados.

-¡Qué vuelto! ¿Para qué tanto? -repuso Yupanqui.

-Qué linda estará nuestra Margarita cuando sea la ahijada de la señorocha Lucía, ¿eh? - dijo la mujer variando el giro de la conversación.

-Ni lo dudes; ¡ay!, ella la vestirá con las ropas que usan.

-Pero me duele el corazón cuando me acuerdo que ya no nos mirará como ahora, cuando Margarita sea una niña -dijo suspirando Marcela y acercándose a poner un palo de leña al fogón.

-¿Qué estás pensando en eso? La señora Lucía le enseñará a respetarnos -respondió el indio.

-¡Bendígala, Pachacamac! -agregó Marcela con recogimiento.

-Mama, ¿y cuando sea mi madrina la señora Lucía, me voy con ella? -preguntó Margarita.

-Sí, hija -contestó la madre.

-¿Y tú, y mi Juan y mi Rosalía? -insistió Margarita.

-Iremos a verte todos los días -repuso Marcela sin dejar de atender a lo que estaba preparando, mientras que Juan acariciaba entre las rodillas a Rosalía, al mismo tiempo que decía a su mujer:

-Parece que se le ha soltado la lengua.

-Así parece -respondió Marcela dando una vuelta a las papas que se asaban; pero Margarita volvió a preguntar:

-¿Y me llevarán las frutas de la mora y los nidos de los gorriones?

-Sí; todo eso te llevaremos si aprendes a coser y tejer las labores tan lindas que dice saber la señora Lucía -respondió Marcela sacando al mismo tiempo las papas y poniéndolas en los platos que estaban junto a su marido.

La cena fue apetitosa y frugal; pero la oración de Rosalía llegó al cielo alcanzando sueño reparador para la familia de Juan Yupanqui, que descansaba sin el comején de las dudas en el humilde lecho de las satisfacciones.

Un profundo bostezo de Juan hizo notar a Marcela que su marido estaba completamente dormido y que las hijas habían seguido su ejemplo, quedándose la choza en silencio absoluto.

Y mientras aquí moran los manes de la Quietud, veremos lo que pasa en la casa parroquial.

Aves sin nidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora