XVII

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Una sombra negra, sobresaltada e impaciente, paseaba de un extremo a otro en la habitación completamente oscura, pues faltó valor para encender la lámpara de aceite de linaza allí usada o la vela de sebo fabricada por el velero lugareño con sus adminículos de arrayán y romero hervido, que da blancura y consistencia a la grasa animal.

El crimen siempre se acomoda con la negrura de la noche.

Al frente casi de una pequeña ventana con balaustres y hojas de madera pintada con tierra amarilla, estaba colocada una antigua cuja hecha de madera de zumbaillo con toldilla cubierta por unos cortinajes de damasco de seda, cuya antigüedad explicaba el mismo sitio en que se lucían.

La cama ancha y confortable con su curioso tapador hecho de mil muestras de cachemira de diversos colores, pero ingeniosamente combinadas por la curiosidad de alguna mujer hacendosa, o por la mano de alguna beata de ciudad, estaba entreabierta y en cierto grado de desorden. Junto a ella se hallaba sentada en una banca de madera, y un tanto reclinada hacia las almohadas, una mujer clandestinamente recibida, y a quién anunció el pongo desde las primeras horas de la noche cuando el cura estaba en el conciliábulo.

El cura Pascual esperaba el resultado de las tremendas combinaciones fraguadas por él, y lo aguardaba entre tinieblas, por no arrojar ni la más pequeña sospecha sobre sí, encontrándose despierto y con luz en altas horas de esa noche; y de vez en cuando asomaba el oído a las rendijas de la ventana.

-¿Qué te pasa, hombre de Dios? Nunca te he visto tan desasosegado como ahora - aventuró a decir la mujer.

-¿No oíste ese tiro? -repuso el cura balbuciente, pues el licorcito de escorzonera estaba en acción y la palabra no salía franca.

-Ese tiro; pero si de eso han pasado tantas horas, y todo está en paz -arguyó la mujer.

-Pueden robar la iglesia: malas noticias me han traído esta tarde los vecinos -dijo el cura a secas con propósito de desorientar por completo la malicia de la mujer, pues la idea de aparecer inocente bullía en su cerebro.

-¿Ladrones en Kíllac, ladrones para la iglesia? ¡Jajay! -respondió la mujer en voz bien alta y soltando la risa.

-Calle, mujer de mis pecados -contestó el cura con ira manifiesta golpeando el suelo con el pie.

-Pero, hombre, ven; recuéstate un momento...

-Calla, demonio -interrumpió el cura Pascual.

-No seas torpe otra vez, después de... las torpezas que has hecho -replicó la mujer como deseando armar gresca.

Y el cura no tuvo otro medio de evitar que hablase en voz alta, voz acusadora, que ir a su lado y recostarse junto a ella, sacando del bolsillo un pañuelo de seda con que se amarró la cabeza.

Y un búho cruzó por los tejados de la casa parroquial, dejando percibir su siniestro aleteo, y pregonando el mal agüero con ese lúgubre graznido que es el terror de las gentes sencillas.

Don Sebastián no se había recogido a su casa.

Doña Petronila llamó dos sirvientes para mandarlos en busca de su marido, a fin de que le sirviesen de compañía, pero Manuel dijo tomando su sombrero y un bastón de huarango:

-Yo iré, madre.

-De ningún modo lo consentiré. ¡Ay, hijo!, no sé qué me anuncia el corazón. Ese tiro de escopeta, la ausencia prolongada de tu padre, las andanzas de Estéfano, todo me tiene preocupada -dijo con triste acento doña Petronila; pero Manuel, inspirándose en la nobleza de sus sentimientos y, tal vez en un doble deseo, repuso:

-Por lo mismo, madre, a mí me toca ir en busca de don Sebastián, y alejarlo del peligro y de compromisos...

-Sería inútil, hijo mío; tú no conoces su genio testarudo. ¡Ah! ¡Te ruego, Manuel! - agregó doña Petronila abrazando a su hijo con afecto, el cual se quedó pensativo y taciturno por unos segundos; y doña Petronila, aprovechando del silencio, insistió suplicante:

-Tu deber te manda cuidarme, Manuel. ¡Soy tu madre, no me dejes sola! ¡Por Dios te lo ruego...!

-No saldré, madre -repuso Manuel con energía arrimando a la pared el bastón que levantó y sacándose el sombrero.

-¡Ahora sí, ahora sí, Manuelito! Tal vez podré dormir. Vamos.

-Sí, acuéstate, madre: la noche está muy fría, y la hora avanzada.

-Recógete, pues, a tu cuarto, y hasta tempranito -dijo doña Petronila mirando con satisfacción a su hijo.

Aves sin nidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora