32. Leyes de la naturaleza

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Capítulo treinta y dos: Leyes de la naturaleza.

SAMUEL CLARKE.

Morir.

Que palabra más curiosa... morir, me pregunto si la persona que la inventó supo que esta palabra traería terror a las personas.

O tal vez simplemente dijo: Que se jodan. Yo lo hubiera hecho.

Me hubiera divertido ver las caras atónitas de las personas al ver que le habían puesto nombre a lo que más temían; dejar de existir.

Recuerdo que hace unos años, intentando dormir, me quedé viendo el techo de mi habitación y pensé que, algún día, mamá vera mi recamara con nostalgia. No se pondrá a llorar, de eso estoy seguro, me prometió que no lo haría, además, ella es Marie Dubois, no llora ni aunque se pegue el dedo pequeño del pie.

Creo que todos, en algún momento, tenemos miedo a lo que pase después de dejar de respirar, por eso que crean tantas teorías y las personas se protegen en ellas, con la esperanza de que la vida no termine allí o que después irán al cielo.

Nunca me acostumbré al hecho de tener una fecha de caducidad.

Al principio, no me la dijeron, después de todo yo iba a los tratamientos y decían que podía seguir así una buena parte de mi vida; pero yo no quería eso.

No quería ir a un hospital cada seis meses para sentir como mi cuerpo luchaba para mantenerse de pie sin vomitar o marearme, con agujas por mis brazos, exámenes, análisis, llanto... abandonos.

Recuerdo llorar la primera vez que alguien me dejó por esto: mi papá.

Ese hijo de su madre (jamás insultaría a mi abuela, que en paz descanse) engañó a mamá y luego, en una palea, gritó a los cuatro vientos que ella le había dado un hijo enfermo.

Un hijo débil, un hijo que no puede jugar al futbol como el resto, un hijo que jamás será querido, un hijo al que no valdrá la pena sacar adelante.

Entonces, con lágrimas en los ojos, salí de mi habitación y lo bote de casa, saque sus cosas por la ventana y le dije que jamás me volviera a llamar hijo.

Mamá no me dijo nada cuando volví, simplemente me dijo que tenía trabajo y se encerró en su despacho hasta el día siguiente.

Un mes. Eso es lo que soportaron Jordan y Taylor antes de empezar a mirarme con lástima en los pasillos, ambos agarrados de la mano.

La primera vez, no fue difícil. El hospital me mantuvo "distraído" por los seis meses, hasta que regresé a la realidad y no me gustó para nada.

El "sacrificio", como lo llamaban los doctores, me costó más de lo que pensé y me superó por completo en todo sentido.

Así que me resigne.

Todos moriríamos algún día, tarde o temprano, sólo que yo lo haría más temprano que tarde.

Nos mudamos para evitar las miradas de todos y mi tío Josh le dijo a mamá que aquí no pasaba nada interesante, que nadie se atrevería a preguntar nada y que Tim no tenía ningún tipo de problema en ayudarme a adaptarme.

Iba a morir, lo sabía, en unos años dejaría de existir y yo estaba bien con eso.

Pero llegó Izzie.

Llegó con sus canciones inventadas, su fascinante forma de ver el mundo, su elegancia al bailar, su sensatez, su pequeño tamaño y su pésimo gusto en música y en películas.

Llegó con su extraordinaria manera de ser.

Yo no caí, yo me lancé y sin paracaídas; algo no muy rockstar de mi parte, pero ya me daba igual.

La lista de deseos de Izzie y Samu © ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora