Capítulo 48 | Redención

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FRANCESCA

Francesca Eastwood tenía suficiente dinero, contactos y poder, como para encontrarse a miles de kilómetros de Estados Unidos y mantener una apacible y lujosa vida durante las siguientes décadas. Las Islas Fiyi, las Maldivas o Capri eran destinos que habían copado sus primeras opciones y, sin embargo, todavía se encontraba en la nauseabunda ciudad de Chicago.

Era plenamente consciente de que jugaba violentamente con el destino, en un enredo que manejaba a su antojo. En los últimos días había logrado sobrevivir a través de otros cuerpos, rostros e identidades, haciendo uso de un poder que se escapaba a su entendimiento.

Un poder que había absorbido de Grace, que enaltecía el suyo propio y que estaba llegando a su fin.

Y aún así, Francesca corroía su cuenta atrás, con osadía, mientras ponía pie en uno de los hoteles más lujosos de la ciudad. Se adentraba así en una última misión que se imponía como suicida, teniendo en cuenta que los sabuesos licántropos de La Hermandad la seguían muy de cerca.

La madrugada cayó con tesón sobre sus hombros cuando se enfrentó a la fachada de aquel rascacielos. Su vanidad y sus zapatos de cuatrocientos dólares gritaron por entrar a través de las escaleras de mármol de la puerta principal, hacer una entrada apoteósica y sembrar el caos a su paso, pero no era tan estúpida.

Aunque sí era una temeraria.

Francesca dirigió sus pasos hacia las callejuelas traseras del edificio y accedió al interior por una de las puertas de servicio. Para su desgracia, se trataba de las humeantes cocinas de los restaurantes de la primera planta.

Maldita sea.

Agradeció no poder captar el olor que desprendían aún las ollas, las especies y el sudor de los cocineros. La humedad del ambiente la acogió desprevenida y el vestido negro se ajustó aún más a su cuerpo, excitado ante la locura de sus planes, la posibilidad de verla a ella y el hambre que aún tenía.

—¿Señorita?

Francesca levantó la mirada y encontró los ojos de un chef de origen hispano. Ladeó la cabeza y se preguntó si el sabor de su sangre o sus miedos serían distintos a los indelebles norteamericanos.

—¿Podemos ayudarle?

Dibujó una peligrosa sonrisa, mitigando un suave suspiro de anticipación. Sus ojos, tremendamente rojos, se oscurecieron, y unas finas venas comenzaron a marcarse en la piel blanca de sus cuencas y pómulos.

En la cocina se instauró el completo silencio.

Y no fue necesario presentarse.

Ella era una sierva de satán y ellos lo sabían.

Los tres hombres cayeron al suelo de rodillas, santiguándose y rezando a un dios que ya les había abandonado. El diablo, sin embargo, acababa de encontrarles, y Francesca no podía dejar de sorprenderse de la fe que aún mantenía aquella inútil especie humana.

Dios mío, por favor.

Ave maría purísima.

Padre nuestro, que...

Acarició con sus dedos el terror inherente en ese ambiente y lo absorbió para ella.

Un latido, dos latidos, tres latidos...

No tardó en matarlos, en eliminar el estridente sonido de sus súplicas y en alimentar la vorágine de su oscuridad durante al menos las próximas horas.

Ahora yacían en el suelo, inertes, con los cuellos rotos y el rostro azulado. Había sido demasiado fácil y sencillo.

Y ella se sentía pletórica.

Cuando fuiste mía (LA GLIMERA #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora