28. ERES EL MEJOR.

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28. ERES EL MEJOR.

Heath, cabizbajo, con los ojos verdes fijos en sus pies, pasó delante de mí por la puerta de su casa, y yo le seguí dentro. No me había dicho nada desde que había apagado la alarma de su coche con una mirada fulminante y había cruzado el portal sin hacerme ni caso.

La pelota al parecer había golpeado justo en la luna delantera y había hecho una raja bastante importante.

–¡Lo siento Heath, ha sido sin querer, yo no pretendía romper el coche!–me disculpé, esperando que dejara de estar tan molesto.

Realmente lo sentía, ¡¿por qué tenía que ser tan gafe?! Seguro que Heath ahora ya no quería saber nada más de mí, querría matarme, no volveríamos a ir juntos al colegio nunca...

–Bueno, más te vale que haya sido sin querer, enana.

Reconozco que aquello me pilló totalmente desprevenida. ¿Qué estaba ocurriendo? Por primera vez, sus ojos verdes me miraron, pero en ellos no encontraba ningún rastro de enfado.

–¿No me odias?–le pregunté, muy extrañada.

Lo normal cuando le rompes el coche a alguien es que te odie.

–Pues claro que sí.–soltó una carcajada.

–Ja, igual que yo.

–Me parece que es en lo único que estaremos de acuerdo.

–En eso, y que eres idiota.

–Eso, tú se amable que acabas de romper mi coche.

–Bah, tenía los días contados.–le quité importancia.

–¿Y si tenía un valor sentimental? ¿No has pensado en eso?

–Oh, venga ya, ¿ahora empezarás a llorar?

–No seas tan cruel.–sollozó.–En el asiento trasero de ese coche llevé a la primera chica con una copa D para...

–¡No quiero oír eso!–le golpeé para que se callara.

–Por eso te lo quiero contar.

–Nananananana, nananananana...–canturreé, con las manos en las orejas.

–Ya he terminado.

Me destapé los oídos, aunque no me fiaba del todo de él.

–Uf, espero que lleves tu coche al desguace, porque no quiero montarme nunca más.

–¿Quieres que te cuente lo que pasó sobre la encimera en la que te apoyas?

Me aparté y me fui a sentar en el sofá con repugnancia al instante, aunque intenté aparentar que me daba absolutamente igual.

–Oh, no, ¡tengo algo mejor!–se emocionó. Me daba miedo.–Seguro que querrás saber que en mi habitación...

–¡Cerdo asqueroso de mierda, quítate de mi vista!

Intenté huir antes que que se me quitaran las ganas de entrar nunca más.

–Y en especial en este sofá, ¿a qué es calentito?

Fui a golpearle en su mejilla, pero lo había hecho tantas veces que se lo esperaba y pudo esquivarlo.
Le vi sonreír, y me di cuenta de algo que no había visto todavía. La forma en que sus ojos verdes se entrecerraban, o sus mofletes se levantaban, le daban a su rostro una alegría que le hacía mil veces más guapo.

Se fue a la cocina, y después de que le suplicara una y mil veces que tenía hambre, sonriendo, sacó la merienda más rica que puede existir: galletas con chocolate derretido.

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