34. Tienes derecho a permanecer en silencio.

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34. Tienes derecho a permanecer en silencio.

Entrar en casa después de mi padre fue como una de esas series policíacas, más o menos como si yo fuese una criminal y me fuesen a encerrar por muchos crímenes. Y el salón era la sala de interrogatorios.

La tensión se podía ver en el aire, y yo me mordía el labio nerviosa, me clavaba las uñas en la palma de la mano, y ya había rezado cuatro Padre Marías y otros tantos Ave Nuestros.

Mi padre, con una mirada enfadada se sentó en el sofá con una tranquilidad peligrosa y extendió la palma de la mano. Sabiendo yo exactamente lo que quería.

–Las llaves del coche.–se las di.

–Antes de que digas nada, papá...–empecé mi discurso.

–¿Vas a decir que te confundiste de llaves y que cogiste las del coche? No me lo creo.

–Yo no iba a decir eso.

–¿Que por eso te has quedado a dormir con tu vecino? Ahórratelo.–afirmó muy serio.

–Déjame explicarte.–le pedí. Aunque estuviese enfadado, al menos tenía que escucharme.

–No, voy a hacerlo yo primero.–me mandó callar.–Qué sorpresa cuando llego a casa y tú no estás. Me decepcioné mucho, lo reconozco, si querías salir haberlo pedido. Pero me decepcioné aún más al no encontrar las llaves del coche. No tardé mucho en atar cabos por tu insistencia de dejar el coche en casa. Así que llamo a los vecinos para ver si saben algo de ti, y me informan que ayer volviste de practicar con el coche y te quedaste a dormir con tu novio en su casa.

–¿Qué?–parpadeé sorprendida.

El resto sí era cierto, pero lo de que Heath y yo fuésemos novios no, ni en sueños.

–Sí, más o menos así me he quedado yo.–me miró enfadado.–¿Se puede saber en qué te has metido?

Oh no, ahora mi padre estaría formándose una película en su cabeza en la cual yo era la protagonista que dirigía un mercado negro y no hacía más que meterse en peleas ilegales.

–En nada.–respondí.

–¿Tráfico de drogas?

–¡No, por favor!

Las únicas drogas con las que yo podría traficar eran mis encantos.

–Estás en una banda de esas que sólo beben y fuman.

–¡Que va!

Ni que fuera Heath Garret.

–Sí Megan, y no me interrumpas.–se aclaró la garganta.–He decidido que no vas a salir más hasta que vuelva tu madre. Nada.

–¡Arresto domiciliario no!–me quejé.

Yo era un espíritu de naturaleza libre y salvaje, si me encerraban entre cuatro paredes acabaría muriendo de melancolía.

–Sí.–no cambió de opinión.–Vas a centrarte en los estudios, el entrenamiento y el trabajo. Irás y volverás derechita a casa.

–No es justo.

–No hablarás por teléfono con nadie menos con tu madre.

–Sí, ¿y qué más?–me desesperé, quería tirarme de los pelos, y morderme la lengua. No podía quitarme nada más.

–Castigada sin leer.

–¡¿Como?!–me asusté.–¡No, cualquier cosa menos eso!

Podía quitarme el móvil, la televisión, el ordenador ¡y hasta unos gofres! ¡Pero castigándome sin leer se había pasado! A fin de cuentas, ¿qué había hecho? Sólo engañarle para coger el coche sin permiso para aprender a conducir sin permiso y quedarme a dormir fuera de casa porque no tenía otro remedio sin permiso.

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