4. Una nueva casa de lo más tranquila.

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4. Una nueva casa de lo más tranquila.

Me costó dos días enteros preparar mi maleta. Esperaba que durase más tiempo mi mudanza.

Cuando era pequeña y no quería irme de vacaciones había elaborado un plan secreto que consistía en esconder los pañuelos de mi madre, para que se volviera loca buscándolos. Pero no funcionaba. Mi madre tenía un don de rayos X para saber exactamente donde se encontraban las cosas, y encima tenía el tiempo récord en encontrarlas.

–¡MEGAN ANN MONE, EMPIEZA A MOVER ESE TRASERO O TE VAS ANDANDO!

¿Alguna vez habéis visto el yeti? Yo no, pero estoy segura que en esos momentos la dulce y encantadora de mi madre se confundiría con él.

Comprobé que no me faltaba nada importante. Abrí la puerta de casa, me apresuré hasta la acera, y entre en el coche antes de que mi madre me dejase allí, porque no era la primera vez que lo hacía cuando iba tarde. Ella arrancó como si fuera conduciendo un Fórmula 1 y sonreí divertida. Sería un viajecito emocionante.

Aunque marcharme de casa no era precisamente emocionante.

Echaría de menos el porche de flores en el que siempre nos sentábamos a leer.

Porque a mí me gustaba leer, muchísimo, desde pequeña. Cuando tenía nueve años ya leía libros de doscientas páginas, y la estantería se me quedó pequeña. Dejé de leer por eso, porque no daba para más. Prácticamente ocupaba toda la pared de mi cuarto. Cualquiera que viera mis libros pensaría que están desordenados, pero los había leído tantas veces, que sabía exactamente dónde estaba cada uno. Una maleta entera la había reservado para ellos.

–No me eches mucho de menos.–me abrazó mi madre antes de marcharse.

Estábamos esperando en el portal de una casa de al menos siete pisos, con todos mis bolsos y maletas bloqueando la entrada.

–Ya sabes que lo haré.

Sonrió, y el coche arrancó justo cuando mi padre abría la puerta del portal y las maletas se caían al suelo.

–¡Meg, cariño! ¡Por fin has llegado!–me dio un beso cariñoso en la cabeza y me revolvió el pelo.

–Hola, papá.

Cargamos las cosas como pudimos en el ascensor y mi padre pulsó el último piso, el número siete.

–Bueno... he estado preparando tu habitación. Espero que te guste.

Me sentí un poco mal por quejarme tanto de ir a vivir con él. Tenía muchísima ilusión. Además si tenía que vivir en un nuevo apartamento, lo mejor sería hacerlo más alegre que triste, ¿no?

Imposible. Definitivamente imposible. Jamás estaría en otro estado que no fuese deprimida en mi nueva vivienda.

Mi padre me abrió la puerta sonriente. El vestíbulo era pequeño, y tan sólo tenía un perchero y un paragüero, pero me pareció acogedor.

–Pasa, pasa, deja tus cosas ahí, no te preocupes, Meg.

–Claro, gracias. –contesté tímidamente.

Unos ladridos llegaron desde el fondo de la casa, y de repente salió un perro.

Una bola regordeta de perro color chocolate, con miles de arruguillas por el cuerpo y la lengua fuera llena de pegajosas babas.

–¡Guapo! ¡Pero que perrito más guapo!–reí.

Me puse de rodillas y silbé para que se acercase a mí a saludarme.

El perrito en cambio se quedó quieto mirando a los lados.

–Venga, vamos, perrito bonito...¿quién es el más guapo?

Él avanzó dos pasitos. Luego otro. Empezó a olfatearme, sacó los dientes y comenzó a gruñir. Salté hacia atrás, y mi padre, que estaba trasladando mi equipaje, le cogió en brazos.

–Pequeña, veo que ya has conocido a Meg.

–Y por lo visto, no le he gustado mucho.

–Vaya. Todavía no le había puesto nombre, quería que lo eligieses tú.

–Estoy segura de que si pudiese hablar se negaría seguro.

Mi padre me enseñó el resto de la casa. El salón tenía unas grandes ventanas desde las que se podía ver todos los coches pasando por la autopista que quedaba justo enfrente.

Mi habitación tan sólo tenía una cama mullidita perfecta para tirarme encima a leer justo en el centro y un armario bastante grande, pero tenía tiempo para adaptarla a mi estilo.

Luego estaba el cuarto de mi padre, un baño (o eso entendí), y un cuarto de trastero lleno de cosas, porque no tenían garaje.

Estaba rescatando unas galletas saladas de la cocina, cuando se escucharon unos golpes en las paredes que hicieron que Sinombre se acercase a la puerta y empezara a ladrar.

–Tranquila, chica, tranquila.–le acarició.

–¿Qué es lo que pasa, papá?–quise saber.

–Son los vecinos de enfrente.–dijo molesto.–Una pandilla de catetos descerebrados que no hacen más que montar escándalos y beber. Ah, y seguro que también trafican droga en el mercado negro.

–Vamos, papá, no será para tanto.

–Oh, sí, ya lo creo que sí. Pero yo, por el bien de la comunidad, voy a conseguir echarlos.

Los golpes se repitieron, pero ésta vez más fuerte todavía.

–¡Ésto lo arreglo yo ahora mismo como que me llamo Jonathan Mone!

Mi padre, furioso, abrió la puerta bruscamente, y tocó insistentemente el timbre de la puerta que había justo enfrente.

Se escucharon pasos, y un tiarrón muy alto, con una botella de cerveza, la cabeza completamente rapada excepto por una cresta teñida de verde, abrió la puerta.

–Señor Mone.–enseñó sus dientes de una manera maliciosa.

–¿Qué son esos golpes? Debe saber que perturban gravemente la tranquilidad que reina en el edificio y...

–Perdone, señor Mone. Lo que ocurre ha sido una simple discusión entre amigos.

Salí a la puerta para enterarme mejor de la conversación, pero aquel tipo ocupaba toda la puerta y no veía nada de su casa.

–¡TE VAS A ENTERAR DE LO QUE ES BUENO, PEDAZO DE CABRON!

El tipo de la cresta miró hacia el interior de su piso, de repente abrió los ojos muy asustado y echó a correr hacia uno de los dos ascensores que había, y que ya estaba arriba porque nosotros acabábamos de subir en él.

Otro tipo igual de alto y con unos pelos de loco increíbles salió detrás de él gritando como una fiera y blandiendo un machete en alto.

Mi padre retrocedió y me puso detrás de él. Miedo, realmente sentí MIEDO. El asesino del machete entró en el otro ascensor y comenzó a golpear con furia los botones con el machete. Claro, así seguro que iba a bajar más rápido.

Mi padre me ordenó no salir de casa y bajó corriendo por las escaleras. Algunos vecinos abrieron las puertas alarmados por ese escándalo, y cuando los locos llegaron al piso de abajo se les escuchaba discutir.

No me asomé a la barandilla de las escaleras por miedo a ser testigo de un asesinato allí mismo.

Justo cuando me disponía a entrar en casa vi algo todavía mucho peor que un tipo loco a punto de asesinar a otro.

¿En mi nueva casa podría estar tranquila?

JAMÁS. NUNCA. EN MI VIDA. ANTES ME RAPABA EL PELO. ME ENCERRABA EN EL BAÑO, ECHABA EL PESTILLO, Y ME CORTABA LAS MUÑECAS.

Mi estancia en aquella casa iba a ser una verdadera supervivencia.

–¡Tú!–dijo.

–¡Tú!–dije yo.

BETTERDonde viven las historias. Descúbrelo ahora