35. Amante bandido

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35. Amante bandido

Cuando entré en la cocina no podía creerlo. De la sartén salía una columna de humo que debajo tenía los filetes, si es que podían llamarse así. Eran montones carbonizados y pegados a la sartén.

–¡No, no no!–me llevé las manos a la cabeza asustada.

No tenía que echar agua, lo sabía, pero aunque apagaba el fuego y quitaba la sartén, ya era un poco tarde para el semejante lío que había montado.

–¿Pero se puede saber que has hecho aquí?–preguntó Heath entrando por la puerta, y tosiendo por el humo.

–¡Cocinar! Por favor abre la ventana.–le pedí, estresada.

El humo apenas se movía, y no había manera alguna de que saliera por la ventana, la sartén se había quedado rayada y carbonizada, mi padre iba a convertirse en asesino en cuanto llegase a casa y lo viera.

–No es por nada, pero sugiero que no deberían dejarte cocinar.

–¡Ha sido culpa tuya, Heath Garret!–dije, echando yo humo por las orejas.

–¿Y por qué, señorita?–me miró, incrédulo, levantando una ceja y acercándose a mí.

–¡Porque si no hubieras llamado yo no te habría abierto la puerta no te habría hablado y luego no me habría distraído y nada de esto habría pasado!

–No es culpa mía que te quedes embobada con mi belleza de príncipe azul.–sonrió, y se pasó una mano por el pelo descaradamente.

–¡No me quedo embobada! ¡Y además, tu belleza no es para tanto!

Mierda, y encima tenía razón. ¡Todo me salía mal!

–Siempre me sorprende lo obstinada que eres, incluso cuando los dos sabemos los mucho que me deseas.–puso los ojos en blanco y comenzó a reír.

–¡Eres un creído! Vete ya si no me vas a ayudar.

Estiré el brazo, haciendo hueco entre nosotros dos, pero él no me hizo caso y ni se molestó en moverse.

–¿No me vas a dejar comprobar lo buena cocinera que eres?–alargó la mano hacia la sartén.

Eso era caer muy bajo, me daban unas ganas terribles de meterle a él en la sartén y freírle, la verdad.

–¡Que te den, largo de aquí ahora mismo, y ni se te ocurra volver!

–No pensaba hacerlo.–se dio la vuelta hacia la puerta, haciendo un gesto con la mano.

–¡Bien, mejor!–suspiré, eran demasiadas emociones las que sentía.

–Me alegro.–ni siquiera se molestó en darse la vuelta para mirarme.

–¡Vale!

–De acuerdo.–se apoyó en la puerta, quieto.

–¡Que te vayas!–pero seguía igual, y ni se movía.

Por desgracia, aunque intentaba intimidarle, los dos sabíamos que ninguno se enfadaba de verdad, y que el lunes, mañana, volveríamos a hablarnos de nuevo. Siempre era así.

–Termina bien el día.

–¡Que te den!–tenía más cosas que hacer que discutir absurdamente con él.

–¿Otra vez?

–Definitivamente, no te soporto.–aunque no pude evitar sacar una carcajada. En el fondo no quería irse.

–Ni yo a ti.–sus ojos verdes me miraron y me sentí muy nerviosa.

–¿Y por qué sigues aquí?

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