Khishchnik.

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Ernst miraba aburrido el móvil, leyendo una y otra vez lo ocurrido en Ettelbrük, su pueblo. Le importaba más bien poco, pero era lo único que se encontraba entrara a la aplicación que fuera. Gruñó y lanzó el teléfono a la cama, haciendo que rebotara, pero sin caerse. Soltó un grito de frustración cuando comenzó a escuchar golpes en su pared y sonidos de placer, se acercó a ella y dio un puñetazo.

—¡Bajad la voz, joder! —vociferó, pero fue ignorado. Cogió su móvil de nuevo y salió de su piso.

Caminó sin rumbo por las calles cercanas, repitiéndose lo mucho que odiaba a su compañero de piso. Era un arrogante, un gilipollas y un desconsiderado, lo único que odiaba más que a él era a la gritona de su novia, que no era más que una niñata mimada. El uno para el otro, pero que lo fueran en silencio.

Se puso los auriculares y buscó alguna canción de Joe Division, de las pocas cosas que calmaban su enfado, especialmente los causados por el cretino de Alfred. Estuvo fuera una hora y deseó que hubiera sido suficiente, aunque por supuesto que no. Seguían sonando sus gritos por la casa, así, sin pausa alguna.

Lo bueno es que ya no estaba solo, por lo menos. A Ernst no le gustaba la gente, nada de nada. Prefería molestarlos e irritarlos, pero había una pequeña excepción para Jean, su otra compañera de piso que compartía su poca simpatía.

Nunca había sentido esa conexión con nadie, ni románticamente ni en términos de amistad. Ni siquiera con la que era su familia. Jean era la única que soportaba y, aunque su relación no fuera mucho más que eso,  le tenía aprecio.

—¿Has estado tomando el sol? —preguntó Ernst, burlándose de su piel pálida casi como la nieve.

—¿Y tú durmiendo? —replicó, fijándose en sus ojeras. El moreno esbozó una sonrisa—. Honestamente, pido firmas para echarlo del piso.

—Cuenta con la mía. —Alfred y Sylvie salieron al instante de su cuarto, aún besándose. 

Ernst y Jean pusieron una mueca de asco.

—Nada, que no me contesta las llamadas, siempre igual —dijo la rubia al separarse, revisando su móvil.

—A lo mejor se ha suicidado —sugirió su novio, restando importancia al asunto. A Sylvie se le llenaran los ojos de lágrimas—. No, no, seguro que no, mi vida.

—¿Pero y si sí? Y yo aquí, teniendo sexo. Pobre Bonnie...—La preocupación le duró poco porque volvió a atrapar los labios de su novio.

Bonnie. 

Ernst sonrió para sus adentros.

—Vamos a ver una película, despejad esto y volved a la cueva —comunicó acabando el beso.

Jean y Ernst preferían mil veces hacer caso que negarse y escuchar los sofocados gritos de Sylvie, diciendo que eran unos maleducados, así que hicieron lo que dijo Alfred sin rechistar.

La habitación de Ernst estaba hecha un desastre. En el suelo no se diferenciaba la ropa limpia de la sucia, había cajas de comida rápida esparcidas y el escritorio estaba lleno de basura. De todas formas, nadie entraba a su preciada guarida y a él no le importaba tenerla mal cuidada.

Cerró los ojos intentando dormir, pero de vez en cuando seguía escuchando sonidos desde el salón que le impedían conciliar el sueño.

Agotado, cogió una almohada y salió de su casa. No era la primera vez que dormía en uno de los sofás de la portería, el chico que trabajaba allí ya le había advertido varias veces que no podía hacerlo, pero ya le era inútil repetírselo otra vez. Ernst le dedicó una sonrisa sarcástica antes de acostarse y, por fin, tener un poquito de paz.

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