Walter.

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Jean Hay una sorpresa en casa.

Ernst observó como la moto de Bonnie desaparecía, con el coche negro de Damien siguiéndola.

Guardó su móvil en el bolsillo y entró en su coche, preguntándose qué había en su casa. Jean nunca había sido muy específica, podía ser desde una mera cucaracha hasta un asesino en serie.

Aunque, Ernst se las podía apañar en cualquiera de los dos casos.

Alfred y Sylvie no podían ser, nunca pasaban el fin de semana allí. Dudaba que se hubieran pasado a saludar. Además, Sylvie estaría durmiendo aún, que Bonnie le borrara algunos recuerdos tuvo que haber sido agotador para ella.

El poder de Bonnie era... inalcanzable y aniquilador. Los dos lo eran, pero su habilidad de meterse en la mente de alguien era sencillamente devastador, por eso Bogdanov la necesitaba. Por eso Ernst y cualquiera de Der Famill debía mantenerla a salvo.



Ernst nunca ha sido muy de sorpresas. Cuando le daban un regalo en Navidad —solo recordaba haberlas celebrado un par de veces— él ya sabía lo que era. Pasaba días y días buscando en armarios, desenvolviendo el regalo y envolviéndolo de nuevo, como una réplica perfecta. Es más, cuando de verdad se sorprendía, no solía causar un efecto muy allá en él. 

Pero, cuando vio a su copia exacta frente a él, con los brazos en jarra y la mirada airada casi se muere de la impresión.

Los intentos de la chica por ocasionarle el menor miedo fueron fallidos, era mucho más baja que Ernst y tenía un aspecto delicado, con los ojos del mismo azul y ese pelo negro hasta los hombros totalmente despeinado y bufado.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, con un tono duro.

—Visto que has desaparecido, he decidido presentarme.

Vio a Jean en el sofá, que estaba muy intrigada mirándolos mientras se tomaba un helado en una tarrina.

—Otila, vete.

—Mamá está preocupada, con todos los asesinatos quiere que vuelvas a casa.

A Ernst se le escapó la risa floja. Su madre se interesaba ahora por él, qué predecible.

—Dile a mamá que me importa una reverenda mierda lo que quiera.

Otila ahogó un grito y su rostro se endureció.

—Walter, guarda un poco de respeto. Es mamá y...

Miró a Jean, que acababa de levantar una ceja, divertida. Además, leyó como sus labios pronunciaban un ''Walter''.

—¡Otila, que te vayas! —bramó.

Otila retrocedió y la cara de Jean dejó esa gracia que la estaba acompañando durante la conversación.

Pero, la morena se quedó en el sitio, sin inmutarse y con los ojos llenos de lágrimas que amenazaban con salir. Sin embargo, no lo hacían, no caían por sus mejillas para adornar ese carmesí.

—Vale, vale —susurró Ernst, girando sobre sus talones y abandonando la casa, Otila lo siguió.

Agarró su brazo y él la miró bruscamente.

—Ot, vete de aquí —dijo ahora con un tono más suplicante.

—¿Qué culpa tengo yo? —peguntó con la voz quebrada.

Ernst miró sus ojos y algo en ellos le hizo hacerse pequeño.

—Ya está bien.

—No, Walter. Dime qué he hecho.

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