Esta vez es distinto.

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Mertzig era una ciudad en el centro de Luxemburgo. Damien recordaba haber ido ahí unos años atrás para visitar a su tía. Era pequeña y acogedora, podría ser perfectamente un pueblo.

No se imaginó que volvería a pisar ese lugar, no tenía buenos recuerdos en absoluto. Sus primos siempre habían logrado acabar con su paciencia y sus tíos no eran los más comprensivos del mundo.

Damien de pequeño no era un niño normal. No le gustaba salir a jugar, ni ver la tele. Hablaba poco o nada, era muy tímido. Por suerte, con la ayuda de terapia y cambios en su ambiente acabó abriéndose un poco más. Había ido a esas sesiones por cuatro años, hasta que se mudó a Luxemburgo. 



Observó el espejo retrovisor para ver a un hombre en el asiento de atrás, aún con un negro pasamontañas que le tapaba la cara podía visualizar que había puesto una mueca y se estaba poniendo rojo de furia.

—Esos hijos de puta... —masculló entre dientes.

—Vläicht solle mer aus dem Auto klammen —sugirió otra figura a su lado, su voz era mucho más ronca y pesada. El bajito abrió la puerta y salió casi huyendo, el resto se tomó más calma.

Tal vez deberíamos salir del coche.

—Solo es si se arranca —informó el rubio—. Ahí empieza el temporizador.

—No, el problema está en los cadáveres —repuso su hermana, a su lado—. Saben cuál es nuestra técnica, saben a por quién vamos.

—Imposible, el coche de Louis tuvo un problema con los frenos —discutió Damien—. Sea lo que sea, es uno de los nuestros. —Los otros tres se miraron con desdén, intuyendo que el traidor era uno de ellos—. En realidad, no creo que seamos ninguno de nosotros. Hemos estado juntos.

—Wollef, quizá no es lo más inteligente discutir esto aquí —aconsejó uno de los hombres.

Damien sintió como su cuerpo se tensaba al escuchar ese nombre.

—Yo no voy a meterme en ese coche —informó el más bajo, parecía que había calmado su enfado. Ahora debía tranquilizar su miedo.

—Ma, maacht e flotte Spazéiergang. —El de ojos azules le dio una palmadita al bajito y entró en el coche, este le siguió refunfuñando y finalmente entraron los mellizos.

Bueno, da un buen paseo.

—No os preocupéis, iré rápido. Tenemos dos minutos, cogeremos otro coche y saldremos de aquí.

—El problema está en los muertos —recordó Verina, como si fuera obvio. Los tres la ignoraron y Damien arrancó el coche a toda velocidad. En menos de dos minutos aparcaron.

El coche no explotó, no hizo nada. Verina soltó una risa burlona acompañada de un «os lo dije» y entró de nuevo en él.

 El viaje a Diekrich fue silencioso, excepto por los comentarios de la ojiazul, que les servían como recordatorio de que el coche no había saltado por los aires y que ella tenía razón. 

Como siempre.

Diekrich era una ciudad bonita, tenía un río con el agua clara y la naturaleza predominaba en todos los caminos, allá donde se fuera había árboles verdes y flores. Además, si mirabas la ciudad desde un punto alto, verías su forma prácticamente ovalada, con el río rodeándola por todos sus extremos, excepto por uno minúsculo, por el que seguía la ciudad.

Todo era verde o blanco, muy distinto a Úglich, la ciudad que alguna vez fue donde estaba su hogar, en Rusia. Recordaba ese país con nostalgia, todo era colorido y extravagante, con grandes palacios y fuentes gigantes, no había nada de eso en Diekrich.

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