Capítulo treinta y siete

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LEVI

Cuando me despierto, a eso de las diez y cuarto de la mañana, el piso está sumido en un silencio sepulcral, lo que consigue incluso ponerme algo nervioso. Desde que he vuelto a él, muy pocas veces me he quedado solo y cuando lo he hecho, me sentí vacío, como esta mañana. No sé cómo lo hacía antes, cuando vivía sin la locura y alegría de Noah revoloteando por todo el apartamento; supongo que estaba acostumbrado a la soledad absoluta.

Suspiro y me levanto de la cama. Me recoloco el pantalón del pijama —que está torcido— y me pongo las zapatillas de casa, las cuales son de color azul marino. Dejo que mi mirada azulada vaya directa hasta la ventana de mi habitación: la niebla es tan tan espesa, que no puedo ni ver los edificios de enfrente y, sin salir a la calle, me juego la mano derecha a que hace frío de cojones.

A decir verdad no sé cómo Noah y Vega han tenido la fuerza de voluntad para ir hoy a clase. Yo no la tendría; seguramente si en mi época de universitario me pillase una mañana fría como la de hoy, me quedaría toda la mañana en la cama sin ningún tipo de remordimiento. Aunque, a decir verdad, el milagro era que yo pisase la universidad más de tres días seguidos; sí, he sido un universitario algo fantasma. No era quién de ponerle nombre a mis profesores y profesoras y solo iba a clase cuando estaba muy perdido con alguna materia o cuando tenía que ir sí o sí; no me quedaba otra opción. Y la verdad es que no puedo recomendar seguir mis pasos: siempre he aprobado todo y con buenas notas, pero sí es cierto que el estudio para los exámenes me trajo por el camino de la amargura.

Salgo de la habitación y voy directamente al baño. Allí hago un buen pis mañanero y me lavo la cara con agua fría para tratar de espabilarme un poco; realmente el frío que pronto inunda mi rostro en pleno diciembre  me sienta como una patada en el culo.

—¡Joder! —exclamo—. Necesito una buena taza de leche caliente.

Y eso es lo que hago cuando llego a la cocina: prepararme una taza de leche y cacao. Cuando está bien caliente, quito la taza del microondas y me acerco hasta el sofá. Dejo la taza sobre la mesita y me tiro en el sofá de cualquier manera. Mientras me paso una mano por el cabello para peinarlo —intentando mejorar un poquito mi apariencia—, meto la mano entre los cojines del sofá para encontrar el mando a distancia y después encender la televisión, poniéndola en cualquier canal porque sé que realmente no voy a prestarle demasiada atención. Seguramente terminaré viendo el teléfono móvil hasta aburrirme de él.

Justo cuando me inclino en dirección a la mesa y me llevo los labios hasta la taza, el timbre me interrumpe. Frunzo el ceño porque no espero a nadie, suspiro con pesadez mientras me levanto y camino hasta la puerta principal para después dejar que mi mano caiga sobre el pomo de esta.

—Espero que merezca la pena dejar enfriar la leche —digo en un murmullo para después girar el pomo y, por consiguiente, abrir la puerta principal.

Mi mirada pronto se cruza con la de mi visita, que tiene sus cuidadas cejas arqueadas, casi como si no me esperase al otro lado de la puerta. La sorpresa debo llevármela yo y no él, que sabía perfectamente que tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de que yo le abriese la puerta. Y —rizando más el rizo— un noventa y cinco por ciento de posibilidades teniendo en cuenta que es por la mañana y que sabe que Noah va a la universidad.

—Hola, Levi.

Veo como una sonrisa fingida pronto adorna su rostro moreno cubierto de una fina capa de barba.

—Noah no está ahora mismo, Malcom —digo para después llevarme una mano hasta la frente, acariciándola ligeramente—. Vuelve más tarde.

Hago el amago de cerrarle la puerta en las narices, pero la punta de su pie interrumpe mi acción. Suspiro y abro de nuevo la puerta, apoyando mi sien derecha contra ella para después ver como él apoya su mano en el marco de la misma.

Los recuerdos de Levi CookDonde viven las historias. Descúbrelo ahora