Capítulo veinticuatro

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LEVI

Cuatro han sido los días que han pasado desde que he vuelto a casa de mis padres y, la verdad, es que es un auténtico milagro que yo esté aquí todavía. No puedo decir que me tratan mal —porque estaría mintiendo—, pero no puedo evitar sentir que yo no pertenezco a este lujoso lugar en el que tanto tiempo he vivido en el pasado; sí, antes de independizarme a los diecinueve. Supongo que esa es una de las razones por las que decidí irme de casa tan joven: no sentirme parte de todo esto.

Mi familia y yo tenemos muy buena relación entre nosotros, pero ellos están hechos de una pasta de la que yo no. Mientras que todos ellos disfrutan de todos estos lujos, a mí me gusta vivir en la absoluta simpleza y me conformo con lo mínimo, lo que a mi parecer es la paz: solo quiero un trabajo estable, personas que me sumen, una casita o pisito con mucha luz y plantitas, un gato y el amor de mi vida. Nada más.

No puedo ser hipócrita y decir que yo nunca he gozado o todavía gozo de algunos de esos lujos porque estaría mintiendo: mis padres me han regalado un buen coche y nunca se me pasó por la cabeza rechazarlo, tengo un teléfono móvil caro y una televisión muy grande en mi apartamento. También disfruto de los viajes que ellos organizan y del dinero que en ocasiones me ofrecen, sobre todo cuando no puedo llegar a fin de mes por mi propia cuenta. Pero sea como sea, yo no necesito tantos lujos para ser feliz; con tal de no llegar ahogado a final de mes yo estoy más que contento. Y desgraciadamente, eso pasa pocas veces; no sé cómo, pero todos los meses me surge un imprevisto que, por pequeño que sea, me deja sin blanca el resto del mes.

Supongo.

Espero que desde que mi compañera de piso vive conmigo en el apartamento, al compartir gastos, haya podido dejar de pedirles tanto dinero a mis padres. Nada me haría más feliz que eso porque, mientras siga pidiéndoselo, nunca podré decir con total seguridad que me he independizado..

—Si quieres puedo ir yo.

Poso mi mirada azulada en mi hermano pequeño, Aiden, quien desayuna tranquilamente frente a mí. Mete un trozo de tostada en la boca y, al ver que le miro pero respondo a su oferta, eleva una de sus rubias cejas en mi dirección.

Niego con la cabeza varias veces y le sonrío ligeramente para agradecer su generosidad. La verdad es que podría acostumbrarme a esta situación: mis hermanos siendo hiper generosos conmigo. Desde que he tenido el accidente, ellos han sacado a relucir su lado más generoso conmigo; casi como si se hubiesen puesto de acuerdo para intentar hacerme la vida un poquito más fácil.

—No —respondo—. Quiero ir yo. El médico me ha dicho que cuanto antes me enfrente a cosas que conozca, antes recuperaré la memoria. Y no hay nada que conozca más que mi apartamento.

Mi hermano se encoge de hombros.

—¿Y si está Noah?

Imito su gesto.

Tanto Aiden como los demás —exceptuando a Martí, que aunque no lo sabe con certeza, puede imaginárselo— desconocen que Noah y yo nos hemos visto antes de que yo entrase por la puerta de esta casa hace cuatro días. Y lo desconocen porque yo lo quiero así; no me apetece escuchar consejos ni interrogatorios de nadie. Eso es lo que menos necesito; ahora solo quiero guiarme por el corazón, que es lo único que no ha perdido la memoria. Y el mío me dice que mi compañera de piso está sufriendo tanto como yo, así que ahora solo nos queda apoyarnos el uno en el otro hasta que yo recuerde quién es ella realmente.

—Pues no sé, supongo que hablaremos.

Estiro el brazo hasta la pequeña jarra de café y me echo un poco en una taza para después llenarlo hasta arriba de leche; no me gusta el café, pero es lo único que puede parecerse, al menos un poco, a mí desayuno habitual: leche con cacao y un par de galletas. Si comiese algo más de lo que hay en la mesa, posiblemente terminaría con el estómago revuelto todo lo que queda de día.

Los recuerdos de Levi CookDonde viven las historias. Descúbrelo ahora