Capítulo treinta y uno

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LEVI

Si creía que no existía una sensación más fea que no saber ni quién soy, esa sensación sin duda es sentirme totalmente solo en una vida que, de repente, he dejado de conocer. Y es además de rara, una sensación nueva para mí: desde siempre he disfrutado de la soledad; quizás por eso no me ha dado miedo independizarme de la casa de mis padres con diecinueve años y buscarme la vida sin la ayuda ni la compañía de nadie.

Pero supongo que sentirme indefenso y desaventajado es lo que hace que la soledad sea la peor de mis acompañantes. Necesito encontarme a mí mismo cuanto antes, junto con mis recuerdos, si quiero dejar de sentirme así, volviendo entonces a ser el mismo Levi de siempre.

—Tiene que haber algo, Levi —me digo a mí mismo entre susurros, como si alguien más pudiese escucharme a pesar de estar completamente solo en el apartamento; Noah no ha aparecido aquí ni para dormir—. Claro que tiene que haber algo. No sé dónde, pero algo hay; solo tienes que buscar bien, Levi.

Suspiro mientras paso con desesperación las páginas del álbum de fotos; nada, no está actualizado. Reprimo el grito que amenaza con salir del fondo de mi garganta y tiro el álbum de fotos de cualquier forma en mi cama; de él cae una fotografía boca abajo, así que me agacho para recogerla.

De las comisuras de mis labios sale una pequeña sonrisa cuando observo la fotografía: un alegre y mucho más joven Levi sostiene a su sobrina pequeña, la segunda hija de Martí, entre sus brazos. Se le ve un Levi mucho más inocente e inexperto que el de ahora, que ya sabe de primera mano lo que es la vida, con la misma con la que está un poco enfadado.

—No, tienes que encontrar algo más,

Dejo la fotografía encima de la mesilla de noche y abro el primero de los tres cajones: algo de dinero, pañuelos, un bolígrafo sin tinta, unos auriculares rotos y unas gafas de sol; nada. Con un poco menos de esperanza, abro el segundo: el cargador del móvil que ha quedado inservible en el accidente, la caja del mismo móvil, una libreta vieja y una caja de preservativos; tampoco hay nada que pueda ayudarme.

—A la tercera va la vencida.

Sin más rodeos abro el último de los tres cajones de mi mesilla de noche y poso mi mirada en la carpeta de documentos que hay dentro. La saco y miro documento por documento, teniendo la esperanza de que alguno de ellos me ayude a saber quién soy yo desde hace un año: un boletín de notas de hace dos años, la última renovación del contrato del apartamento, un dibujo de una de las niñas que solía entrenar por las tardes, documentos del banco, un justificante de empadronamiento... nada, absolutamente nada.

Sin ánimos, guardo la carpeta en su sitio y cierro de nuevo el tercer cajón. Niego varias veces con la cabeza y miro el segundo de ellos para después volver a abrirlo, teniendo la esperanza de que, de repente y por arte de magia, algo nuevo me salte en la cara. Pero nada, los mismos objetos de antes siguen ahí, sin vida, esperando a que alguien los agarre.

Suspiro y llevo mi mano izquierda hasta la vieja libreta que debería pasar a mejor vida pronto. Paso las pocas hojas que le quedan sin ganas, no sabiendo ni por qué lo estoy haciendo: alguna que otra contraseña de mis redes sociales, cuentas matemáticas sin terminar, listas de la compra... pero si algo llama mi atención entre todas esas páginas sin valor, sin duda es la última de ellas:

"He ido a desayunar con Ben al centro.

En la nevera hay una berlina de frutas para ti, pruébala al menos.

Vuelvo para la hora de la comida, te amo".

Leo esas treinta palabras tantas veces, que incluso consigo aprendérmelas de memoria.

Los recuerdos de Levi CookDonde viven las historias. Descúbrelo ahora