Capítulo treinta y ocho

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LEVI

—¡Así no, Noah! —chilla la acompañante de mi compañera de piso mientras agarra la silla en la que Noah está subida. Esta última se estira lo máximo que puede para intentar colocar el pequeño ramillete de muérdago encima del marco de la puerta de la entrada—. Pero... ¿No ves que está torcido, tía?

—Pues no, no lo veo.

—Joder, Noah.

Quito mi mirada azulada de ellas y la vuelvo a llevar hasta el buen montón de apuntes que tengo sobre la mesa del comedor: vocabulario en inglés, temarios de ciento y pico hojas de biología, dos tomos encuadernados de historia del mundo contemporáneo, uno de geografía... Supongo que darles un buen repaso es el precio que debo pagar si quiero empezar con buen pie el año que viene; mis alumnos y alumnas se lo merecen después de haberles abandonado a escasos días de empezar el curso.

Porque sí, el primer lunes de enero volveré al instituto. Todas las personas que llevan mi caso, a pesar de no tener indicios suficientes para estar seguros de que en algún momento vaya a recordar todo lo que he perdido en ese accidente, me han dado el alta médica porque consideran que estoy apto para volver al trabajo. Supongo que empezaré poco a poco: primero empezaré en el instituto y si me veo capaz, las dos o tres semanas después de haberme adaptado al ritmo de ser profesor, volveré a ejercer como entrenador de baloncesto.

Mantener la cabeza ocupada es lo mejor que puedo hacer si no quiero terminar volviéndome completamente loco.

—Levi, ven —pide Vega, sacándome de mis pensamientos—. ¡Ayúdanos!

Vuelvo a levantar mi vista de los apuntes y suspiro pesadamente mientras veo como Noah sigue intentando colocar el ramillete en su sitio. Ella en ningún momento deja lo que está haciendo para mirarme; supongo que su orgullo se vería afectado si de repente se rinde y soy yo quien tiene que ayudarla.

Realmente, a pesar de que no me gusta nada el rollo navideño, tengo que reconocer que están haciendo un buen trabajo. Decorar el apartamento les está llevando toda la tarde y supongo que Noah tiene la mayor parte de culpa; el espíritu navideño parece recorrer cada parte de su pequeño cuerpo, de manera que las canciones de la época en la que estamos fluyen por su boca mientras acompaña su vo con bailes ridículos a los que Vega termina uniéndose.

Colocaron la guirnalda redonda en la puerta de la entrada, justo cuando la casera y su nieta salían de casa; no se pararon mucho con ellas, todas parecían estar ocupadas con cosas que hacer. El muérdago tuvieron que pegarlo con celo en el marco de la puerta del pasillo y aunque hubiese en mi cabeza quedaba perfecto el hecho de que yo sujetase a Noah para alzarla hasta el marco, ella ni siquiera me lo pidió, sino que prefirió subirse a una silla del comedor, lo que también es muy respetable. La guirnalda verde y larga la colocaron en el mueble donde está la televisión y pegaron algunas bolas en ella para darle un poco de alegría. Y los calcetines los han dejado colocados en las manillas de las puertas de nuestras habitaciones, aunque —por lo que he escuchado— ese es un lugar provisional hasta que encuentren otro mejor.

—Déjalo, está estudiando.

Elevo ambas cejas, sorprendido, al escuchar a mi compañera de piso. Después asiento ligeramente con la cabeza y la señalo, dándole a entender a Vega que su amiga tiene razón: estoy estudiando. Y tener que escucharlas hablar todo el tiempo no es de gran ayuda para mí.

Justo cuando pongo los ojos en blanco después de escuchar a Vega bufar, alguien llama al telefonillo. Ella misma es quien se toma la libertad de, estando cerca de él, descolgarlo para ver quién está en el portal, supongo que esperando para subir.

Después de escuchar lo que la otra persona le dice al otro lado del telefonillo, Vega me mira para después decir:

—Una repartidora —informa mientras se encoge de hombros—. Necesita que uno de vosotros vaya abajo a firmar y a recoger el paquete.

Los recuerdos de Levi CookDonde viven las historias. Descúbrelo ahora