Capítulo cuarenta y dos

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LEVI

Siento una intensa vibración sobre mi mejilla izquierda, lo que me hace bufar pesadamente. Levanto la cabeza y, con un solo ojo abierto, cojo el teléfono móvil para ver quién es la persona responsable de mi despertar: Vega, Vuelvo a bufar y, todavía con un solo ojo abierto, acepto la llamada que, aun por encima, es una videollamada.

—Buenos días, bello durmiente.

Cierro los dos ojos y me tapo más con las mantas, deseando tener un par más de ellas. La verdad es que en esta habitación hace un frío de cojones y, de hecho, casi puedo jurar que he tocado nieve más caliente que esta habitación.

—Vega, he dormido un total de tres horas y media —digo—. ¿De verdad crees que estoy de humor para escucharte tan radiante? —pregunto—. Si duermo otras tres, quizás, pero así no, mujer.

La escucho reír al otro lado de la línea.

—Anda, no seas cascarrabias —pide en tono de súplica. Abro los ojos y me da tiempo de ver como hace un puchero a la cámara que, en efecto, me hace sonreír—. Hoy tienes que estar de buen humor, Levi. Tienes un montón de cosas que hacer, así que espabila como puedas: date una ducha de agua fría, sal a correr o lo que sea, pero activate cuanto antes —me ordena—. Llevas esperando la noche de fin de año toda la semana; o menor dicho: llevamos esperándola toda la semana —admite para después soltar una risita maliciosa—. Así que te dejo para que te levantes. Dentro de un rato vuelvo a llamarte para comprobarlo, que la cena no va a hacerse sola, chef.

Y sin más, me cuelga.

Tiro el móvil de cualquier manera en la cama y suspiro pesadamente. Cada vez tengo más claro que madrugar es algo que no es compatible conmigo; por mucho que me obliguen, es algo para lo que yo no estoy hecho.

—Joder, aún por encima tengo dolor de cabeza.

Con la habitación sumergida en la absoluta oscuridad, estiro el brazo y palpo por la pared hasta encontrar el interruptor de la luz. Cuando la enciendo, automáticamente cierro los ojos y frunzo el ceño por la repentina claridad que me ofrece la bombilla de color blanco. Me llevo la mano a los ojos y debajo de esta los voy abriendo para, poco a poco, acostumbrarme a la claridad artificial. Una vez que creo estar recompuesto, me siento en la cama y me estiro; realmente no creo que exista mayor satisfacción que estirarse después de un sueño tan malo como el de hoy.

Cojo las redondas gafas de metal negro que dejé ayer en la mesilla y me las pongo. Después me miro en el reflejo del teléfono móvil: estoy raro de cojones. Supongo que me da esa sensación porque, a decir verdad, las uso muy poco: solo para ver la tele o cuando, en casos como el de hoy, me duele mucho la cabeza.

La verdad es que llevo toda la semana con dolores fuertes de cabeza y supongo que el hecho de no haber parado quieto ni un momento tiene algo que ver en esos insoportables dolores:

La noche de Navidad la he pasado con mi familia y la verdad es que, a pesar de estar bastante decaído por el hecho de que Noah me dejase solo cuando menos me lo esperaba, me lo he pasado genial: he jugado con mis sobrinas mayores, me he unido con mis hermanos para gastar bromas al resto de mi familia e incluso le he cambiado un pañal —además de darle el biberón— a mi ahijado, Charlie. Demostré mis dotes culinarias al haber cocinado tanto la cena de Nochebuena como la comida del día de Navidad. Y a todos en casa les ha gustado como cocino; incluso a Gala, que es muy tiquismiquis a la hora de comer. Supongo que ha tenido que ver el hecho de haberle dicho que la comida la he hecho yo quien, en mi opinión, soy su tío favorito.

También he aprovechado la semana para volver a hacer lo que solía hacer antes del accidente: preparar mis clases, quedar con Ben y el resto de chicos —los cuales me recriminaron que les tuviese un poco abandonados—, quedarme en el apartamento de Vega horas incontables y pasar más tiempo con mi familia.

Y por si no fuese poco todo lo que hice esta semana, también me propuse descubrir qué estaba haciendo cuando sufrí el accidente. No es como si de repente, descubriéndolo, me fuese a cambiar la vida, pero tenía una necesidad inexplicable por saberlo, así que le he pedido ayuda a mi fiel compañera Vega. Como es de esperar, con su ayuda y después de mucha investigación, hemos descubierto el misterio: esa mañana aproveché que mis alumnos y alumnas estaban en el descanso para salir del instituto y acercarme a una floristería. Al parecer, a mí no se me ocurrió mejor idea que confesarle mi amor encargándole un ramo de flores que nunca he ido a recoger.

"Sé que quizás es un poco precipitado y no es mi intención asustarte, Noah, pero creo que estoy empezando a amarte y eso me da algo de vértigo".

Esa es la frase que dejé escrita en la tarjeta y la misma que se repite en mi cabeza desde que he descubierto qué era lo que estaba haciendo esa mañana. Y desde que lo he descubierto, me he vuelto completamente loco: realmente lo que yo sentía por Noah fue más allá de la simple atracción. Quiero decir: yo amaba a esa chica y he visto cómo se iba de mi lado sin ni siquiera molestarme en luchar por ella de verdad.

Suspiro pesadamente y, con decisión, me levanto de la cama.

Necesito una ducha caliente, y no fría como me sugirió Vega, a no ser que quiera sufrir una hipotermia en cualquier momento.

En Estados Unidos hace un frío de cojones.

Los recuerdos de Levi CookDonde viven las historias. Descúbrelo ahora