Capítulo treinta y tres

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LEVI

—¿No deberías irte, Levi?

Mi mirada viaja sobre las dos personas que, sin esperar nada a cambio, siempre están para mí. Por muy mal que actúe, mis padres siempre están para apoyarme; que no para decirme lo que quiero escuchar, ellos no son así. No lo han hecho con ninguno de sus tres hijos y quizás por eso han tenido tanto éxito; les han salido tres hombres buenos y, aunque a veces cueste verlo, extremadamente comprensivos.

Me muerdo el labio inferior y bajo mi vista hasta las migajas de pan que todavía descansan encima de la mesa de roble que seguramente haya valido más que mi incómodo mueble al que yo llamo sofá.

—¿Me estás echando, mamá? —pregunto en tono de broma.

Realmente no me ofende su pregunta, son las doce y media de la noche. Pocas veces yo me marcho tan tarde de su casa; de hecho, cuando hacen cenas familiares yo suelo ser quien se va primero y eso que Martí tiene dos niñas pequeñas a su cargo. Con mi hermano pequeño no puedo competir, él vive aquí con su novia y su bebé, el mismo que pronto nacerá si todo sale como se espera.

—No, hijo —responde rápidamente mi madre—. Sabes que por mí puedes quedarte aquí toda la vida, no eres una molestia —intenta hacerme razonar—. Pero siempre te vas temprano... ¿Hoy no?

Suelto una risita y niego ligeramente con la cabeza.

—No quiero quedarme aquí toda la vida, pero si me dejáis quedarme a dormir esta noche os lo agradecería.

—Esta noche y las que quieras ¡Faltaría más! —dice, elevando ambas cejas en mi dirección—. Tienes la cama hecha, solamente hay que quitar un par de cosas que he dejado encima de ella. Últimamente he utilizado tu cuarto como trastero —reconoce, soltando una risita—. Mejor subo yo y quito todo, tú no tienes la culpa de que yo sea un desastre.

Y sin dejarme ni siquiera hablar para decirle que no importa y que puedo sacarlo yo, ella rápidamente sube las escaleras que la llevan al pasillo y se pierde en él. Suspiro cuando la pierdo de vista y después poso mi mirada en el hombre canoso que no ha dejado de verme desde que me he sentado a la mesa. Y no, no estoy exagerando.

—¿Qué pasa, papá?

—¿Salimos fuera?

Veo como señala con su dedo índice a la puerta corredera de cristal que hay a sus espaldas. Le miro con curiosidad: él está regalándome una amable sonrisa mientras sus cejas se elevan en mi dirección, supongo que expectantes a que yo le dé una respuesta.

—Sí.

Me levanto de la cómoda silla en la que he cenado y me acerco hasta el sofá para coger el abrigo de mezcla de color caqui que he traído esta noche. A principios de diciembre y en una ciudad como Londres lo que uno más necesita es estar bien abrigado, sobre todo cuando ese uno es tan friolero como yo, que disfruto estando tapado hasta las orejas todo el invierno.

Cuando ambos salimos al balcón en el que podemos ver a lo lejos las maravillosas vistas de la ciudad que me crió, mi padre enciende un cigarrillo. Da una calada al pitillo y me lo extiende; automáticamente niego con la cabeza y meto ambas manos en los bolsillos de mi abrigo.

—¿Lo has dejado para siempre?

Frunzo el ceño al escuchar su pregunta. Yo me he encargado personalmente en el pasado de que mi padre nunca me viese fumar; si él o mi madre llegasen a saber que en mi adolescencia fumaba, posiblemente no estaría ahora vivo para contarlo.

—Nunca lo he hecho.

Escucho como el hombre canoso que me dio la vida suelta una carcajada. Después me mira y con una ceja alzada, dice:

Los recuerdos de Levi CookDonde viven las historias. Descúbrelo ahora