Capítulo 24

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Arzenia aún se encontraba en el jardín trasero cuando el inconfundible rugido del motor perdiéndose a la distancia, anunció la partida del pequeño escuadrón hacia la última gran urbe Maya del norte. Al escuchar este ruido, movida por un impulso casi instintivo, llevó la mano a su bolsillo para sacar una vieja cajetilla de banda roja en la cual aún quedaban dos cigarros relativamente bien conservados. Acogida por el cielo nocturno que en aquel momento se pintaba con densos nubarrones, tomó un cilindro de tabaco e impacientemente rompió el filtro para colocarlo entre sus labios a tiempo que preparaba el encendedor. Con un rápido giro de la rueda metálica se accionó el mecanismo de chispa, pero este no logró más que una pequeña flama la cual se extinguió al instante. Frustrada como nunca antes la dama de fuego repetía infructuosamente aquel sencillo proceso una y otra vez hasta que, a la quinta vuelta del pedernal, su mano se vio cubierta por una intensa llamarada la cual, en cuestión de instantes venció la precaria resistencia del encendedor, provocando que estallara a pocos centímetros de su rostro.

Esa pequeña explosión no era lo suficientemente fuerte como para causarle algún tipo de daño, pero en definitiva se había convertido en la gota que derramó el vaso. Incapaz de contenerse por más tiempo, arrojó el cigarro recién encendido al suelo para pisarlo una y otra vez en un ataque de ira que inconscientemente había cubierto su cuerpo con llamas. Se encontraba completamente fuera de sí, maldiciendo hacia sus adentros en cada golpe, con la mente y el corazón consumidos por una idea recurrente, un enfermizo deseo presente en ella desde el día en que perdió a su familia.

Aún se encontraba perdida en el abismo de sus propios pensamientos cuando un extraño siseo que venía desde la entrada a la casa captó su atención, separándola así de aquel doloroso trance. Era Beethoven, la pequeña serpiente alada que recién había adoptado Ann y que ahora, a unos cuantos metros de ella,  le observaba fijamente.

-Ah eres tú- Señaló la dama de fuego desviando su atención de la gran marca negra que había dejado en el suelo. -¿En qué momento te separaste de Ann?-.

El cerúleo ofidio batió las alas un par de veces a tiempo que producía unos leves siseos. Sorprendentemente, era cómo si la criaturita pudiera entenderle y además, sopesando sus limitados medios, tratara de comunicarse con ella antes de volver de donde vino agitando sus delicadas plumas.

-No puedo creerlo- Suspiró profundamente -Tan solo un día y Ann ya te dejó solo-

Las llamas del cuerpo de la diosa se iban extinguiendo conforme esta seguía el rastro de la serpiente de vuelta a la sala, última que, habiendo sido el epicentro de un combate no se encontraba tan mal como podría estarlo. Los muebles se encontraban movidos y algunas pinturas habían caído al suelo al igual que un par de floreros cuyos fragmentos ahora yacían en irregulares charcos que apenas se distinguían sobre la impecable loza colonial. El códice de Itzamna también había quedado atrás, aparentemente olvidado tras el percance.

Apenas lo notó, la dama de fuego se acercó para recogerlo. En un principio pudo reconocer algunos de los glifos, pero la mayoría de los que habían sido grabados sobre la tapa de barro resultaban ser extremadamente complejos. Era como si el mismo Itzamna los hubiera escrito para que no fueran leídos con facilidad.

Arzy recordaba bien que hasta ese entonces la reliquia se encontraba en la habitación de Leaf, seguramente de donde la sombra la había obtenido y, tras pensarlo por un momento, cayó en cuenta de que nunca había entrado a aquel cuarto a pesar de encontrarse alojada justo a lado.

Tal vez fue la curiosidad, secundada por una sólida excusa de devolver el códice a su lugar, lo que movió a la diosa a ascender por la escalinata hacia las habitaciones superiores y ver por sí misma lo que el dador de vida ocultaba en su cuarto.

Los ojos del jaguar.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora