Capítulo 19

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Isla Cerritos era un sitio arqueológico que solo podía describirse como una verdadera joya de la ingeniería prehispánica, una isla artificial erigida al noreste de la península como bastión económico y estratégico para el desarrollo de la gran potencia que en su tiempo probó ser Chichén Itzá.

La mejor forma de llegar hasta ahí era a través de la carretera costera que recorría desde el gran puerto turístico de Progreso hasta las reservas naturales de Río Lagartos. En esta ocasión la ruta escénica probaba ser la mejor forma de llegar a su destino pintando para los tres muchachos un continuo panorama lleno de luz y color.

Las ciénegas rebosantes de vida por un lado, la playa de blanca arena y el mar aturquesado por el otro daban paso de cuando en cuando a las salineras pintadas de rosa, en cuyas aguas se gestaban sendos diamantes de sal, verdaderas joyas de mar y sol. Los plantíos de cocotero que relucían con racimos repletos de tan refrescante fruta. Y por supuesto, los poblados pesqueros les recibían vibrantes, trayendo consigo la captura más reciente de la mañana, haciendo sonar alguna radio ora con son ora con cumbia, con corazón mexicano pero alma de Caribe. El llamado de la brisa fresca, del pescado recién frito y de las sodas heladas en sus neveras, era una tentación demasiado grande como para ser ignorada por los tres jóvenes quienes sin pensarlo dos veces bajaron del auto para recargar energía con un almuerzo digno.

Bajo aquella vieja palapa que miraba al mar, un enorme plato combinado era servido a los hambrientos muchachos. Empezaba con un cóctel pequeño de camarón como aperitivo, seguido de los tonos vívidos y el intenso sabor cítrico del ceviche mixto de la casa, papas al ajillo y kibis de cangrejo como botana, mientras que el platillo principal, ya sea frito, empanizado, a la diabla o en salsa de tres quesos se confeccionaba en la cocina por las santas manos de mamá Francisca quien, alegre como cada día, imprimía la sazón de los años en cada comida.

Aquel viaje sin duda consumiría en gran medida la tarde, después del almuerzo, el equipo resumió su trayecto a través de la línea costera para llegar al uno de los últimos bastiones orientales de Yucatán, el puerto de San Felipe, desde cuyos muelles de madera aún podía observarse la zona arqueológica.

A la distancia aquella isla no parecía más que una gran aglomeración de manglares, pero debajo del tosco follaje se erigían grandes templos, palacios, y un juego de pelota que otra hora habría formado parte de uno de los puertos más importantes en toda Mesoamérica.

-Estamos a poco menos de un kilómetro, si salimos ahora aún nos quedará algo de luz natural al llegar-

Arzenia analizaba con cuidado la isla desde uno de los muelles, el trayecto hasta ahí no les costaría mucho pero aparentemente aún habían variables que no había considerado en un principio.

-Creo que no será tan fácil...- Replicó el dador de vida quien se había ausentado hace algún tiempo para rentar un bote. -Los barqueros me dijeron que la isla se encuentra dentro de un área natural protegida, si descubren que entramos, lo más probable es que alguien llame a la policía-

-¿Entonces qué hacemos?-

Leaf entendía bien que el curso de acción podría ser incluso más arriesgado que sus anteriores incursiones a los santuarios de tierra adentro. Sin la protección de la selva y en la necesidad de usar el bote, cualquier vigía nocturno podría capturarles y, en consecuencia verse arrestados en un futuro cercano. El joven dios en silencio bajaba la mirada tratando de ponderar cualquier opción que en mayor medida pudiese garantizar su seguridad cuando fue sorprendido por Arzenia.

-Sé justamente lo que estás pensando, realmente eres un idiota si en serio crees que va a funcionar...- 

Tras un corto silencio golpeó ligeramente el hombro de su compañero manifestando con una expresión desafiante y llena de determinación.

Los ojos del jaguar.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora