Capítulo 17

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Gustav

Me miré en el espejo y mis ojos marrones ahora parecían negros haciendo competencia con mis ojeras. Tan solo había estado unos pocos días con Alessandro y era inevitable preguntarme a diario como lo hacía Abigail, trabajaba, estaba pendiente de los niños y las cosas de la casa y siempre en la noches estaba dispuesta a jugar a papá y mamá conmigo. Creo que era una superhéroe o quizá yo simplemente había elegido la ayuda equivocada.

Terminé de vestirme con ropa deportiva y obligué a mi cuerpo a moverse un poco, no recordaba la última vez que había hecho algo bueno por él. Corría por el vecindario con libertad, nadie en su sano juicio saldría a ejercitarse a las cuatro de la mañana y me encantaba la soledad que eso representaba.

Aceleré el paso intentando llevar mi cuerpo al límite, siempre mis ideas se volvían más claras cuando estaba a punto de perder el aliento.

La respuesta que había obtenido tras mi maratón era la misma que mi almohada gritaba cada noche y yo ignoraba, aún no estaba dispuesto a admitir que me había equivocado.

Volví a casa y el llanto ahogado de mi hijo hizo que acelerara el paso, el pobre estaba sentado en su cama con la cara llena de lágrimas. ¿Por qué mierda su niñera no había ido a ayudarlo? Lo tomé en brazos y de inmediato, sentí como su cuerpo estaba mucho más cálido de lo que debería. Mierda.

Sin saber que hacer, fui con él hasta la habitación de su cuidadora y solo luego de mucho insistir y abrir la puerta con desesperación fue que recordé que se había ido la noche anterior y su suplente llegaría en unas horas.

Lo había dejado solo, repetía incesantemente como si mi cabeza me castigara, ni siquiera había un puto hombre de seguridad en la casa. Había estado completamente solo.

Subimos a mi auto para ir al hospital y cada tanto volteaba a verlo. Su mirada estaba perdida en dirección a la ventana, como si una gran pena carcomía su pequeño ser. Más que nunca le pedía a Dios que Marie, desde donde sea que esté, no pueda ver lo que le había hecho a nuestro hijo.

Fuimos hasta emergencias y empezaron a revisarlo, yo desde lejos veía preocupado y rogaba que estuviera bien. Al terminar, el doctor se acercó a mí.

-¿Cómo está? ¿Qué tiene? ¿Es grave? -le lancé sin diplomacias y sonrió un poco.

-Estará bien, solo tiene un leve resfriado. Lo vamos a medicar y pronto se recuperara -mis hombros se relajaron-. Pero está muy irritable, ¿está todo bien en casa? ¿Desde cuando esta así? -suspiré.

-No lo sé -dije con sinceridad-. Solo tengo unos días con él. Su madre y yo nos estamos divorciando, pero nunca hemos discutido delante de él, así que dudo que se haya enterado de algo.

-Se equivoca señor, los niños a esa edad son muy receptivos, sienten la tristeza y el estrés de sus padres. Los cambios drásticos les afectan demasiado.

-Le recomiendo que sobrepasen este largo proceso de la mano de un psicólogo infantil -inscribió en una papel la receta-. Dele la medicación como ahí se le indica. Debe hidratarse bien y descansar. Ya pueden ir a casa -extendió las manos hacia mí y luego de un apretón de manos se marchó.

Me acerqué hasta él que descansaba en una enorme cama que hacía que su pequeño cuerpo se viera aún más susceptible y aunque estaba dormido, soltaba cada tanto sutiles gemidos de dolor. El regalo que me había dejado mi mejor amiga ahora parecía un cachorro herido. Estaba avergonzado.

Lo tomé en mis brazos con cuidado de no despertarlo y fuimos de vuelta al auto. Empecé a conducir yendo a casa.

Me di cuenta que ya había despertado cuando me detuve en la entrada y su cara era todo un poema, sonreí volteando a verlo.

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