Capítulo 30

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Cecilia movía sus manos con nerviosismo mientras veía a través de la ventana del coche que los llevaba hacia el pueblo donde vivía su hija. Sentía una mezcla de sentimientos dentro de sí, pero el miedo era el que predominaba. Trató por todos los medios de crear una conversación con Salazar, pero sencillamente le fue imposible. Él pareció darse cuenta de lo que ella sentía, o quizás estaba pasando por el mismo predicamento que ella, pues se había quedado callado durante la mayor parte del camino.

Habían tomado un vuelo, apenas unos días después del intento frustrado de secuestro. Cecilia no quería esperar más, porque haber tenido esa experiencia le había recordado una vez más, lo fácil que era perder una oportunidad. Cuando le dijo a Salazar para ir a conocer a su hija, él se quedó en el sitio, callado y pálido, tras lo cual asintió un poco tembloroso. Desde entonces, su humor había cambiado. Ahora no se mostraba ocurrente y divertido, sino más bien, pensativo y preocupado. Ella tampoco quiso indagar, pues estaba sintiéndose igual, o peor.

Salazar detuvo su coche en la dirección que ella le había indicado y sostuvo el volante con fuerza, mientras miraba con atención la entrada de una casa. Cecilia miró el lugar y soltó un suspiro.

- Es aquí – dijo con suavidad y lo miró entonces. - ¿Estás bien?

- Creo que nunca había tenido tanto miedo – le confesó y ella con suavidad le tocó una de sus manos. Al sentir su contacto, él la miró y notó que ella también temía lo que sucedería. - Debería ser yo quien te dé apoyo.

- O quizás ya es hora de que dejemos de hacer las cosas por nuestra cuenta. – contraatacó ella.

- Quizás... - Salazar volvió a mirar la casa y soltó el aire que contenía en sus pulmones y que ya le causaba dolor. .- Vamos entonces.

Se bajaron del coche y tocaron el timbre de la puerta, tomados de la mano, más para darse apoyo que como un gesto de cariño. No había pasado mucho tiempo cuando una mujer en sus sesenta les abrió.

- Buenos... - su saludo murió enseguida al ver quién tocaba a su puerta. Sus ojos se empañaron enseguida y una ligera sonrisa se asomó en su rostro. – siempre supe que volverías.

- Hola, mamá. – la señora era bajita y un poco regordeta, pero tenía los mismos ojos café de Cecilia, reparó Salazar. – Yo... - la posible disculpa o excusa murió cuando recibió el abrazo de su madre, cargado de emoción, de preguntas que no necesitaban respuesta, de anhelos...

- Pasa, pasen... - dijo solícita y se hizo a un lado para invitarlos a entrar a la casa. La mujer le tomó las manos a su hija y las encontró frías. - ¿Tienes frío?

- Un poco. – susurró.

- Ven – le invitó a sentarse frente a una chimenea. Salazar daba pasos lentos, esperando no importunar, o quizás por miedo a que tantas emociones lo asaltaran y terminara echándose a llorar. Todavía quería seguir conservando dignidad frente a la mujer de la que estaba enamorado. – Aquí recibirás calor. – Se sentó al lado de Cecilia y le sonrió. – Estás tan bonita...

- Mamá...

- No quiero que me pidas perdón, ni nada de eso. Quiero que me digas que estás bien. ¿Estás aquí porque estás bien? – le preguntó con una súplica escondida

- Si. Él es Federico Salazar, – le dijo echándole una mirada a él – él está pagando un tratamiento en el exterior y creo que está funcionando. Tengo que seguir chequeándome, pero estoy bien. – Su madre soltó unas lágrimas y luego respiró hondo para calmarse y miró al hombre parado en la sala.

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