Prólogo

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Era una fría noche a mediados de invierno. Allexandre andaba con paso ligero por las calles, mirando a los lados, y observando con detenimiento a cada extraño con el que se cruzaba. Siendo él quien era, probablemente tendría a alguien siguiéndole, y deseaba evitar aquello a toda costa. No quería que se supiese el paradero de su hija.

Dobló la esquina. Ante él se alzaba un alto pero pequeño edificio de tejas rojas. Tenía un jardín poblado de plantas y enredaderas. Además, poseía unas cuantas habitaciones, aunque no demasiadas. No quería un hogar muy concurrido para su hija.

Llamó al timbre de la puerta. Una vez. Y otra. Y otra más. No fue hasta la cuarta o quinta vez que le abrieron.

Apareció en el umbral una mujer bajita y regordeta. Tenía unos profundos ojos azules, de alguien que seguramente lo habría visto todo, y un pelo negro por el cual se asomaban varias canas. En las comisuras de los labios, se podían apreciar varias arrugas, de esas que se producen en los rostros de personas sonrientes. Cuando habló, lo hizo con un marcado acento inglés:

-Buenos días, señor. ¿En qué puedo ayudarle?

-Desearía dejar a mi hija a su cuidado. Usted puede darle algo más parecido a un hogar que yo.

Si la mujer se extrañó por el repentino comentario, no dio muestras de ello.

-¿Cómo se llama?

-María.

-Me refería a usted.

-Ah, esto... Mejor no lo sepa.

Un rastro de enfado e indignación apareció en el rostro de la señora. Le dijo, cortante:

-Bueno, pues ha de saber que yo soy Stephanie Brookwood, y no aceptaré quedarme con una niña a la que ni siquiera se le ha dado un apellido que le recuerde a su familia.

-Ella es María Allard Rodríguez. Aquí tiene su partida de nacimiento, junto con los datos que necesita de ella. Eso es todo lo que le conviene saber. Volveré a buscarla en cuanto, eh... llegue el momento adecuado.

La señora Brookwood se echó hacia atrás, asaltada por una repentina duda. El hombre lo había dicho con un tono peligroso. ¿Y si no le convenía tener a esa niña?¿Y si le traía problemas? Enseguida descartó la idea, y esbozó una sonrisa algo forzada.

-¿Quisiera añadir algo más, señor Allard?

-Sí. Dele a María esto.- Y le mostró un sobre con letras de esmerada caligrafía. En él se leía: "Para María."

La mujer asintió, y tomó el sobre y la niña que el hombre le ofrecía. Dormida como estaba, con sus pequeñas manitas cerradas en puños, podría asegurar que era de los bebés más bonitos que había visto.

Observándola, notó que había en ella algo... especial. Fuera de lo normal. Algo que no había visto en otros bebés de cuatro meses como este.

La acunó cuando se puso a llorar, como si hubiera percibido que la separaban de su padre. Este último, al borde de las lágrimas, se inclinó y le besó la frente.

-Entre.-lo instó la señora Brookwood, dándose la vuelta.- Tiene unos documentos que firmar, y...- se interrumpió cuando se dio cuenta de que estaba hablando sola. El hombre se había esfumado sin que ella se percatara.

-Bueno,- le dijo al bebé;- papá volverá, tranquila.

Una semana más tarde, se dio cuenta de que no sería así. El señor Allard había muerto en un accidente de coche.

La niña había quedado huérfana. 

Arcanum: La heredera perdidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora