Capítulo I

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María bajó a desayunar como de costumbre. El comedor se encontraba prácticamente vacío a esas horas. El orfanato no tenía muchas personas, lo cual agradecía. No era muy sociable y, ya puestos, solía evitar compañía.

Sus diez años de vida la había transformado en una niña bajita, de cabello negro azabache, profundos ojos verdes, tez pálida y una nariz algo chata.

Aquella mañana parecía como las demás. Tras tomarse un cuenco de cereales, o lo que le apetecía de él, ya que no tenía mucho apetito, se dedicó a observar al resto de personas del orfanato.

También conocía a las personas del orfanato que eran de su edad o cercanos a ella. Estaba Alan, que tenía diez años, como ella, y una chica llamada Elena, que tenía once. María no iba con ninguno de ellos. No le interesaba relacionarse. Vivía encerrada en sí misma.

Transcurrió una mañana sin percances. María se fue a su cuarto a tratar de desvelar aquella misteriosa misiva que había recibido de su padre. Un sobre amarillento, de aspecto antiguo, cuya parte frontal rezaba "Para María", lacrado en rojo con un extraño sello.

Cuando aprendió a leer, lo primero que hizo fue abrir ese sobre y leer lo que contenía. Se quedó tan confundida que no volvió a abrir la nota hasta que supo leer a la perfección. Pero el mensaje seguía siendo el mismo.

Cada mañana, María la abría para mirar, leer y analizar lo que ponía, intentando descifrar su significado.

<<Menesre>>; rezaba la nota escrita en un trozo de pergamino. Le frustraba no entender lo que quería decir su padre con ello.

Apenas sabía nada de él. Se apellidaba Allard, y había muerto en un accidente de coche. Por la descripción que le había dado la señora Brookwood, había sido un hombre de pelo negro y rizado, y con unos ojos color ámbar. <<Era como si sus ojos no se decidiesen entre ser marrones o amarillos>>, había comentado la directora.

De todas formas, María no se fiaba del todo de la descripción, puesto que, como se le había dicho, su padre vino con ella en mitad de la noche. En la oscuridad, algunos rasgos podrían haber sido confundidos y trastocados.

De su madre solo sabía una cosa seguro: se apellidaba Rodríguez.

Leyó la palabra varias veces, como si al hacerlo ocurriese algo que la llenase de significado. Nada.

<<La verdad, tampoco esperaba que hoy fuese un día distinto>>, pensó.

Además de la nota, en el sobre había encontrado una pulsera. Tenía una cadena plateada y diez bolitas doradas. María nunca se la quitaba.

Después de un tiempo mirando la carta, se levantó, frustrada, y lanzó el papel con todas sus fuerzas. No llegó lejos, puesto que apenas pesaba, y eso sólo sirvió para enfadarla aún más.

Se tumbó en su cama, y se quedó contemplando el techo durante incontables minutos.

-Vaya mañana más productiva llevo-, suspiró para sí misma.

Salió de su habitación y se dirigió al jardín a oxigenarse un poco.

Al llegar descubrió a Alan jugando al fútbol con otros chicos. En cuanto estos la vieron, miraron para otro lado, y continuaron jugando. Aparte de no ser muy amigable, la gente parecía percibir algo en ella. Algo extraño, que les hacía apartar la mirada. María no estaba segura de qué era exactamente, pero realmente se sentía diferente. Fuera de lugar. No sabía cómo explicarlo. Se sentía como la oveja negra en un rebaño de blancas.

Percibió la incomodidad de los muchachos mientras los observaba. Realmente parecían pasarlo bien.

María sonrió por dentro. A pesar de saber muy poco de sus compañeros, disfrutaba viendo la felicidad de la gente.

Arcanum: La heredera perdidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora