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Uriah estaba llorando.

Su hijo mayor estaba sollozando.

El pequeño dio pasos rápidos, corriendo al ver a su padre, cuando este salió de la casa para encontrarse con él a mitad del camino. Vladimir gritó el nombre de su hermano con aquella voz áspera y agotada que se había apoderado de él desde hacía una hora, en donde las noticias llegaron y llenaron de silencio la residencia.

Dimitri no tenía tiempo para nadie. No tenía oídos para otra persona que no fuera el pequeño de cabello oscuro que sollozaba su nombre con absoluta desesperación. Pedía por él, por su cercanía y por su ayuda.

Corrió.

Corrió como nunca lo había hecho en su vida.

El peso insoportable sobre sus hombros no se levantó, incluso cuando sintió a aquel niño con el corazón roto contra su pecho. El cuerpo de su hijo estaba cálido contra él e intentó recordar que no había otro lugar donde pudiera estar más seguro. En ningún rincón de la tierra podía Uriah estar tan a salvo como en los brazos de su padre.

El latido de su corazón coincidía con el sonido de los tambores e hizo que la visión del líder de ojos azules y cabello azabache se volviera borrosa. A pesar de la ansiedad que lo carcomía, de la falta de oxígeno en sus pulmones, una gran cantidad de alivio se apoderó de su piel al saber que su hijo estaba a su lado.

Estaba a salvo.

Estaba en casa.

Estaba respirando.

El cuerpo de Uriah tembló fuertemente contra el de su padre mientras los sollozos superaban su ser y no era más que un terremoto de emociones. Balbuceó con las palabras, la sal de sus ojos se introdujo en sus labios, y Dimitri pasó las manos por su cabello tratando de detener el temblor en sus largos dedos. Se contrajeron ante la falta de circulación.

—Papá, la lastimó. Lastimó a mi mamá —sollozó.

Las palabras lo quemaron con tanta fuerza que hizo sangrar a su nariz.

No, no lo había hecho. No la había lastimado. Se suponía que Yosef era su amigo. Su mejor amigo. Valía casi igual de lo que Vladimir significaba para él. Ariadne estaba bien, volvería a él, al hogar que ambos compartían junto a los dos hijos que su amor creó. Acababa de salir esa mañana y dijo que iban a elegir el modelo de la cuna para el tercer bebé que pronto nacería. Tenían planes.

Tenían tantos sueños sin hacer.

Ella estaba bien.

—Uriah, hey, escúchame. Mírame. —Agarró su rostro con la mano derecha —. Mamá está bien, ¿entendido? Ella está bien, la voy a traer a casa.

—Tío Yosef... Él... Él...

Los dedos de Uriah se clavaron profundamente en su cuello, agarrando la piel y dejando profundas marcas de color rojo hasta el punto de casi sangrar. Dimitri se aproximó, viéndose obligado a tener que sujetarle las manos para evitar que se hiciera daño. Su hijo negó con la cabeza y comenzó a gritar. Sus palmas cubrieron sus oídos mientras su boca dejaba escapar los sonidos más torturadores que jamás había escuchado.

Vladimir y su padre, Dorian, salieron corriendo de la casa tan pronto como los gritos de súplica retumbaron con ímpetu en la residencia. Los ojos de Uriah se cerraron, sin ponerle final a los incesables gritos que sus labios procrearon, tan fuerte que ahuyentó a los pájaros de los árboles en el bosque.

Estaba sufriendo.

Su dolor era un huracán incapaz de ser controlado y dispuesto a destruir todo lo que se atreviera a interponerse en su camino. Insoportable e inigualable, la sensación de ardor que desbordaba sus sentidos le dificultaba respirar y concentrarse en las personas que intentaban ayudar a que su corazón dejara de doler.

No Serpientes, No VenenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora