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ARIADNE ISABELLA
Múnich, Alemania

A veces, cuando tienes hijos, no sabes cómo consolarlos.

No porque no tengas la intención de hacerlo, sino porque a veces la realidad de las cosas es demasiado fuerte y es mejor mentir para protegerlos de cualquier daño. Por más pequeño, tan insignificante que sea, prefieres mantenerlo en secreto que ver la luz en sus ojos dejar de tintinear.

Uriah es mi niño artista que desea robar sonrisas con un par de colores.

No sabe que lo nombré después del dios griego cuyo poder era brillar más fuerte que el mismo sol. Un hermosamente exótico hombre con la habilidad de controlar la luz que cubre la tierra y con el propósito de calentar hasta el más frío de los pensamientos. Su belleza se entrelaza con la luz nocturna de la luna y crea un eclipse que roba el aliento de todos los que están dispuestos a ver.

Él es mi sol.

Ilumina su alrededor cada vez que sonríe.
Siempre está riendo, jugando, dibujando delante de los demás para mostrarles su talento y sacarles sonrisas. Puede ser muy energético la mayoría de veces, en donde Dimitri tiene que correr detrás de él para tomarlo de la camisa antes de que termine en una desgracia; sin embargo, son esos momentos, en cuando lo escuchas reír en medio del caos, en donde confirmo que sabe encontrarle la luz a la situación más dolorosa.

Como ahora, que sonríe mientras coloca la pequeña banda de color sobre la herida en su rodilla. Tararea una diminuta canción de aquel programa matutino que ama ver con su padre y Aphrodite, quien hace demasiadas preguntas en lugar de prestar atención. Aún así, su hermano no tiene problemas en responderlas, y nunca la hace sentir mal por no entender a la primera.

Creo que estoy haciendo las cosas bien. Nadie me preparó para ser madre, fue algo que simplemente sucedió.

No cambiaría nada de eso por nada del mundo.

—¡Mamá! —Uriah se acurruca contra mi pecho con cuidado por mi vientre. Toma mi rostro entre sus manos —. Papá dice que tenemos permiso para jugar en el jardín de los abuelos, ¿podemos?

—Sí, pero que no les quite los ojos de encima —le pido.

Asiente antes de irse corriendo. Está a medio camino cuando se detiene, haciendo que las suelas de sus zapatos rechinen contra el suelo de madera. El sonido hace eco por el inmenso pasillo de ventanas amplias con filos de mármol. Mi hijo regresa para volver a sujetar mi cara y dejar un rápido beso en la punta de mi nariz.

Río al verlo tomar carrera fuera de la casa gritando el nombre de su papá.

Me asomo a la ventana para asegurarme que Dimitri está sentado en la mesa del jardín. El rubor sube a mis mejillas cuando sus ojos encuentran los míos entre la distancia, a través del vidrio, como si nuestras miradas no pudieran aguantar más de dos segundos separadas. El ojo derecho se cierra y se abre por una milésima de segundo, y es ese mínimo tiempo, ese pequeño gesto, que me hace reír como si no hubiera un mañana.

Tendremos millones de mañanas juntos.

—¡Pilla!

—¡Dios!

Llevo la mano a mi pecho mientras mi madre ríe con ganas al lado de Leyla. El ama de llaves posa las manos sobre los hombros de mi mamá para ampliar el sonido de sus carcajadas.

Me cruzo de brazos.

—Ustedes dos les están enseñando cosas malas a mis hijos —les reprocho.

—Las bromas son inofensivas. —Mamá se acerca para acomodar mi cabello. Pone ambas manos sobre mi vientre, en donde mi hijo se mueve despacio. Sonríe al poder sentirlo —. ¿No pueden quedarse una semana más? Los vamos a extrañar tanto.

No Serpientes, No VenenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora