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URIAH APOLO

La muerte y yo nos conocimos hace muchísimos años.

Un treinta de noviembre para ser exactos, durante un día que debía ser feliz, una mañana en la que un niño con amor por la tiza negra para dibujar se levantó con la esperanza de encontrarle el propósito a las próximas veinticuatro horas. La muerte, mi vieja enemiga pero al mismo tiempo amiga, es alguien que comprende cada uno de mis pensamientos, traumas, egoísmos.

Me pregunto si ella es la única que puede hacerme ver a mi hijo de nuevo.

Quizás el alcohol sea una solución. Otra opción dada por la misma muerte porque todavía no se siente preparada para llevarme con ella, no hasta que haya elegido el camino que quiere que tome mi alma torturada. Porque nací debajo de su manto, oscuro y nublado, hasta que decidió que estaba mejor con una mujer con ojos de océano que necesitaba algo a lo que agarrarse, algo por lo que valiera la pena luchar.

Mi madre solía decir que nací un guerrero. Seis meses de edad, los pulmones tan débiles que tenían un pequeño orificio y mi corazón demasiado débil para bombear sangre. Un bebé diminuto y frágil que creció dentro de un cuerpo demasiado pequeño, porque a mi madre le habían dicho que era mejor no tenerme, pero luchó todo lo que pudo para mantenerme respirando.

Así que supongo que la muerte y yo hemos estado juntos desde el momento en que fui elegido para bajar a la tierra.

Entonces, si ella ha estado detrás de mí durante estos años, creando una cola de sombra y humo en mi reflejo, ¿puede compadecerse de mí por una vez y permitirme, solo por un segundo, ver que mi hijo está bien?

¿Fue amable o lo hizo sufrir? ¿Fue suave y acogedora y tomó su mano como lo hubiera hecho yo si fuera quien lo guiara a través de ese puente? No lo sé, nunca lo sabré, y la muerte es cruel y malvada y se ríe en mi cara por querer saber más de lo que cualquier humano es posible de comprender.

Estoy sufriendo.

Un dolor desgarrador y ardiente que hace que la sangre me arda dentro de las venas, penetrando la piel hasta que me salen bolsas de color azul oscuro debajo de los ojos. Tomo otro sorbo de la botella de alcohol, permitiendo que el sabor del tequila se desborde por mi boca y enturbie mis sentidos. Bebo todo el tiempo que sea necesario para adormecer cada centímetro de mi corazón, para que deje de dolerme en el pecho y dejar que mis pulmones respiren por unos momentos antes de volver a su ritmo irregular cuando el sudor se evapore y no quede nada más que el palpitar en mis sienes.

Solo quiero ver a mi hijo.

Por favor, déjame verlo.

Dejaré que la cantidad insana de alcohol mate mi hígado, porque si ese es el precio que el líquido fermentado necesita para cegar mis ojos y permitirme ver esmeraldas y rizos castaños claros, entonces lo pagaré. Haré lo que quiera, lo que sea que la muerte necesite, para que me garantice poder verlo.

Pero no puedo.

No puedo verlo por ningún lado, no importa lo mucho que mire. No puedo encontrarlo y no puedo tocarlo y no puedo soportar el dolor y el miedo que sé que debe haber sentido. No puedo porque fracasé como padre que juró proteger a sus hijos de cualquier daño. Fallé como hijo, nieto, ser humano. Fallé y fallé y sigo fracasando sin importar cuánto intente evitar que el tiempo exista y me permita cambiar el curso del futuro.

Los montones de nieve debajo de mí se sienten fríos contra mis cálidos dedos. Siento que se me mojan las mejillas y tiemblo contra la brisa nocturna que está pasando factura a los árboles mientras las hojas se cubren de polvo blanco. El cielo nocturno tiene las estrellas alineadas, brillando junto a la luna que se ve tan hermosa y angelical y odio que Keenan no esté a mi lado para apreciar los patrones que crean los rayos de la luna en la nieve. Odio no poder verlo, hablar con él, saber que está bien.

No Serpientes, No VenenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora