Capítulo 30: Justo a tiempo.

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Arendelle amaneció como un día cualquiera, la gente se preparaba para el trabajo y Kristoff se despidió de Anna y el señor Skins con una mirada prudente, aunque aquel hombre transmitía una sabia experiencia que lo quisiera o no, le tranquilizaba en gran medida.

—Vamos, amiguito. —le dijo el vendedor de hielo a Sven, como cada mañana.

Se notaba que el clima era invernal ya que últimos meses del año estaban próximos. Kristoff saludaba a algunos niños que le rogaban se detuviera para poder acariciar al reno, pero él insistía en la falta de tiempo como era habitual; así fue cómo el señor Björgman, acompañado de su fiel compañero, se dispuso a emprender una jornada laboral como otra cualquier otra. De momento.

—James, arriba —Hans estaba despierto desde un tiempo y llevaba minutos llamando al contrario, que aún yacía profundamente dormido—. ¡Skins!

James despertó inevitablemente ante aquel grito y la sacudida que sintió justo después.

—Vale... Menuda prisa —el muchacho se tomó su tiempo para amanecer del todo, pero supo que algo extraño estaba pasando cuando el pelirrojo no le dirigía la mirada ni le devolvía la palabra; parecía una máquina—. ¿Ocurre algo?

—Llegó la hora. Debes infiltrarte en el castillo y ordenar que abran el portón cuando yo te dé la señal. —ordenó, con la mirada fija en un punto perdido.

—¿Pero quién soy yo para ordenarlo?

—Eres quien va a hacerse pasar por uno de los guardias y quien va a hacer que vuelvan a abrir las puertas, con las noticias que corren dudo que sean tan estúpidos como para dejarlas abiertas.

—Hans, no creo que eso esté bien... —confesó James, haciendo que Hans desviara su visión con un semblante de total neutralidad.

—Intenta decirme eso cuando acabe el día.

—Está bien... —James aún estaba algo confundido por la situación y supuso que nadie más sabría los detalles, salvo el príncipe Hans—. ¿Y cómo sabré cual es la señal?

Esta vez, la mirada del príncipe se tornó en una sonrisa cargada de ambición.

—Lo sabrás en cuanto lo veas.

Aquel no era el Hans que James había conocido en las Islas del Norte, tampoco era el mismo que Stella pudo haber cambiado después de tanto tiempo, ni el que hace unos meses pisaba Arendelle. Aquel volvía a ser el mismo que una noche sintió el intenso deseo de venganza en una de las más remotas islas sureñas.

James se dirigió en soledad al castillo, no tenía ni idea de cómo entrar ni qué pasaría dentro, al darse la vuelta para visualizar a Hans comprobó cómo éste se despedía de un caballo antes de que el animal se fuera trotando la montaña.

El muchacho se detuvo delante del puente observando el palacio; estaba algo nervioso y no se movía, sino que parecía mirar a todas partes tratando de buscar algún acceso ya que era la primera vez que se colaba en un lugar vigilado que no había examinado previamente.

—Muy bien... —miró el puente y apreció que era la única forma de llegar, pero no podía entrar por el portón como si nada, y menos si no tenía acceso—. Pues todo perfecto.

Tras un rato pensando y perdiendo el tiempo, al fin encontró una barca pequeña y abandonada en una parte de la costa donde había más flora de lo habitual. Lógicamente se subió en ella y fue remando hacia uno de los laterales del castillo donde se encontraba una puerta por la que en su día, la reina Elsa escapó para huir del palacio y dirigirse al fiordo.

Frozen: El príncipe de fuego.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora