nueve;

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Arrastré a Niall a la tienda de disfraces y de máscaras y pasamos dos horas probándonos vestidos dignos de una película de época. Al final, aunque el estilo Piratas del Caribe me atraía, terminé alquilando un precioso disfraz de pirata. Los pantalones de piel negra y las botas hasta las rodillas me gustaban y me hacían sentir atrevido, y el antifaz, también negro, junto con el sombrero de ala ancha ocultaban mi rostro lo suficiente como para fingir que no era yo el que los llevaba.
El traje se completaba con una holgada camisa blanca de algodón muy fino y medio corsé de cuero negro anudado encima. Evidentemente, también llevaba una espada colgando de la cintura, pero al final decidí no llevármela, porque no quería verme en la pena de utilizarla. Y porque, tal como dijo Niall, podía hacer caer a algún camarero con ella.
A la mañana siguiente, llegué al despacho con ganas de contarle lo del disfraz a Diana y de sonsacarle qué iba a ponerse ella, pero en cuanto pasé por delante de la biblioteca, los recuerdos del «casi beso» que Liam al final no me había dado inundaron mi mente y me resultó imposible pensar en otra cosa. No sólo no me había besado, sino que me había dicho textualmente que no quería salir conmigo y luego me había ordenado que no fuese a la fiesta, el muy engreído. Era insoportable. Entonces, ¿por qué no podía dejar de pensar en él? Por el modo en que me miró cuando me quitó a Randy Hudson



de encima y por cómo se me aceleraba el corazón siempre que se me acercaba.
Era absurdo. Ridículo. Seguro que la atracción que ambos sentíamos era pasajera. Yo hacía poco que había sufrido un gran desengaño y tenía ganas de tener mi primera aventura y él, bueno, de él no sabía nada, pero seguro que había alguna explicación.
Llegué al despacho de Martha y vi que ella todavía no estaba, así que aproveché para ir a la pequeña cocina que había en esa zona del bufete y preparar un poco de té. Esta se hallaba al final del pasillo y estaba provista de nevera, cafetera, microondas y distintas estanterías llenas de tazas y de cajas de galletas. Abrí la puerta, convencida de que no encontraría a nadie y me llevé una sorpresa.
Daniel Bond estaba preparando té. Acababa de sumergir las bolsas en el agua hirviendo, antes de ponerle la tapa a la tetera. Llevaba uno de sus elegantísimos trajes negros y tenía el pelo húmedo y, aunque no lo pareciese, encajaba perfectamente en aquel lugar. Había algo en su expresión, allí, estando a solas, que lo hacía parecer más joven, menos duro.
¿Quién era ese hombre? ¿Desaparecería en cuanto dejase de estar a solas?
-Buenos días, Amy -me saludó otra de mis compañeras desde el pasillo. Y Daniel levantó la cabeza y me pilló mirándolo. Como era de prever, la dulzura desapareció de su rostro con tanta rapidez que pensé que me la había imaginado.
-Buenos días -lo saludé.
-Buenos días -contestó él.
-Venía a preparar té -dije yo, justificando así mi presencia allí, a pesar de que no me había preguntado nada.
Daniel dejó la tetera encima de la mesa que había en el centro de la cocina, sacó una taza del armario y leche de soja de la nevera y me sirvió.
-Espera un poco, todavía está muy caliente -me aconsejó, levantando la taza para acercármela.
Yo la cogí, junto con la servilleta de papel que me dio también para que no me quemase.
-Gracias.
Nuestros dedos se rozaron en el asa y vi que él cerraba en seguida la mano.
-¿Cómo sabes cómo tomo el té? -le pregunté cuando reaccioné.
Me sonrió y pensé que se iría sin contestarme.
Me equivocaba.
-Porque, aunque intente lo contrario, siempre te presto atención.
Oh, Dios mío, seguro que se me había desencajado la mandíbula.
-Que tenga un buen día, señorita Clark.
Ahora sí que iba a irse.
-Un momento.
La mano con la que no sujetaba la taza cobró vida propia y se apoyó en la puerta para cerrarle el paso a Daniel Bond. A mi jefe. A uno de los profesionales más importantes e influyentes de Inglaterra.
-¿Sí? -Él enarcó una ceja y me miró intrigado.
-Tienes el pelo mojado -solté de repente-. Yo también te presto atención.
-He ido a nadar. Lo hago todos los días.
-Lo sé.
Y además se le notaba. Tenía la típica cintura estrecha y los hombros de un nadador.
-¿Necesitas algo más?
Habría podido apartarme sin ninguna dificultad, o sencillamente habría podido ordenarme que lo dejase pasar y despedirme a continuación, pero se quedó allí quieto, con la mirada fija en mí.
Todo eso era absurdo y a mí nunca se me habían dado bien los subterfugios, así que decidí seguir el lema de mi nueva vida y arriesgarme.
-Ayer por la noche... -me humedecí los labios y él siguió el movimiento con los ojos-, ¿por qué no me besaste?
-¿Querías que lo hiciera?
-Yo he preguntado antes.
Levantó la comisura derecha del labio.
-Eres demasiado abierta y sincera. No deberías decir siempre lo que piensas.
-¿Por qué?
-Porque así sólo conseguirás que te hagan daño.
-¿Qué tiene eso que ver con que no me besases?
-Todo. -Suspiró y se corrigió-: Nada.
Le vi tensar la mandíbula y volví a arriesgarme.
-Sí, quería que me besases -contesté.
-Por eso no lo hice -respondió él con absoluta seriedad-. Tú querías que te besase y que te abrazase, que te llevase a cenar y que hoy te mandase flores y te dijese que había sido una noche maravillosa. Y yo no hago esas cosas.
Me puso furiosa verlo tan seguro de sí mismo y de lo que habría sucedido.
-No sé qué quería exactamente, pero no sé qué tendría de malo desear todo lo que has dicho.
-Nada, absolutamente nada -afirmó él.
¿Por qué parecía triste y resignado?
-¿Entonces? -La atracción que sentía hacia aquel hombre iba a terminar volviéndome loca.
-No tiene nada de malo que desees esas cosas -repitió, mirándome-. Lo que estoy intentando decirte es que no esperes conseguirlas conmigo.
-Yo no espero conseguir nada de ti -repliqué. ¿De verdad era tan cínico como aparentaba? Me miró incrédulo y añadí-: Mira, eres el primer hombre -por fortuna no dije el único- por el que siento...
Me sonrojé. Otra vez.
-¿Atracción? ¿Lujuria? ¿Deseo? -sugirió él con la voz ronca.
Asentí.
-¿Y qué vas a hacer al respecto? -prosiguió Daniel-. Si ni siquiera eres capaz de decirlo sin sonrojarte.
-Eso no significa que no esté dispuesta a averiguarlo -insistí yo.
-¿Averiguarlo? ¿De verdad quieres averiguarlo? -Esperó un segundo en silencio sin dejar de mirarme a los ojos-. Deja la taza encima de la mesa.
Obedecí de inmediato y los iris de él se oscurecieron.
-Anoche no te besé, porque el beso que tú querías y el que yo necesitaba darte eran opuestos. Tú querías que te besase con los ojos cerrados y acariciándote el rostro, que te abrazase con ternura y algo de pasión. Y yo necesitaba poseerte, besarte con los ojos abiertos, sin parpadear para no perderme ninguna de tus reacciones. Necesitaba sujetarte por el pelo y deshacerte el recogido que llevabas y que tú me dejases hacerlo. Lo que yo necesito y lo que tú quieres no encaja, señorita Clark y, créeme, es mejor así.
-Tú no sabes lo que quiero. -Quizá tampoco lo supiera yo, porque en mi mente sólo veía imágenes de lo que Daniel había descrito y mi cuerpo estaba reaccionando de un modo hasta entonces desconocido-. Ya he tenido un novio que me mandaba flores al día siguiente y no quiero volver a tenerlo.
-¿Qué te hizo exactamente ese imbécil?
Sentí que se me encogía el estómago al comprobar que, sin saber todos los detalles de la historia y sin apenas conocerme, Daniel se ponía de mi parte.
-Lo encontré con otra. Tom estaba en su piso, el que iba a ser nuestro hogar, con los pantalones bajados hasta los tobillos y con una rubia de rodillas delante de él.
-Ese tipo tiene que estar completamente loco.
-La verdad es que muchos de nuestros amigos creen que la loca soy yo y que debería perdonarlo.
Daniel apretó los puños y juntó las cejas, horrorizado.
-¿Vuestros amigos? Querrás decir que son amigos de él, porque si fueran amigos tuyos de verdad dudo que te aconsejasen tal estupidez.
Lo pensé un instante y comprendí que tenía razón.
-Sí, a Marina, mi mejor amiga, nunca le gustó Tom y mi hermano quería romperle la cara.
-¿No lo hizo?
-No, por supuesto que no -contesté.
-Yo lo habría hecho -añadió él y algo me dijo que Daniel Bond no descartaba la posibilidad de ir a darle una paliza a un hombre al que no conocía.
-Lo que quiero decir -proseguí, al ver que nos estábamos alejando del tema-, es que tú tienes tantas posibilidades de saber qué quiero yo como yo de saber qué quieres tú.
-Tú no quieres saber qué quiero yo.
Ese hombre era exasperante. Frustrada, moví la mano sin pensar, le di un golpe a la taza de té y el líquido humeante se derramó sobre mis dedos.
Ni siquiera lo vi moverse. Un segundo antes, Daniel estaba frente a la puerta y al siguiente me cogía la mano y me la metía bajo el grifo de la cocina.
-Mueve los dedos, Amelia -me dijo sin soltármelos y sujetándome la mano bajo el chorro de agua fría. Me miró a los ojos-. ¿Te duele?
-Un poco -reconocí.
-Te había dicho que quema. -Cerró el grifo y buscó una toalla-. El agua estaba muy caliente -agregó.
Parecía más enfadado consigo mismo que conmigo.
-El té con agua fría no sale bien -dije yo para quitarle importancia.
-No digas estupideces, Amelia. Los líquidos calientes pueden ser muy peligrosos, lo sé...
-¿Estás aquí, Amy? -La voz de Martha anunció su llegada justo antes de que abriese la puerta.
Daniel no se apartó, pero dejó de mirarme como hasta entonces. Y yo lo lamenté desde el primer segundo. ¿Cómo habría acabado esa frase si Martha no nos hubiese interrumpido?
-¿Qué ha pasado? -me preguntó mi compañera al verme, aunque no sé qué le extrañó más, si ver allí a Daniel cogiéndome la mano o el té derramado por la mesa y el suelo.
-Nada, me he echado una taza de té en la mano y el señor Bond ha ejercido de médico de urgencias -le expliqué.
-¿Te has hecho daño? -me preguntó un poco preocupada.
-No, sólo me he quemado. Gracias por su ayuda, señor Bond. -Aparté la mano de la suya y moví los dedos-. Apenas me duelen.
-No se merecen -señaló Daniel, dirigiéndose a mí tras mirar a Martha-. Y ahora, si me disculpan, creo que dejaré la medicina y me pondré a trabajar.
-Por supuesto -dijo Martha, acercándose a donde yo estaba.
-Una cosa más, Amelia: la conversación de antes no ha terminado -puntualizó Daniel, deteniéndose junto a la puerta y, durante unos segundos, me olvidé de la quemadura e incluso de que tenía mano-. Creo que quizá me he precipitado al juzgarla.
Se fue de allí dejándome completamente confusa, más de lo que me sucedía siempre que lo veía y que hablaba con él.
-¿Qué ha querido decir con eso? -me preguntó Martha, recordándome así su presencia.
«Piensa, Amy, piensa».
-Oh, nada. -Carraspeé y busqué una explicación, la que fuese-. El día que empecé a trabajar aquí, me dijo que creía que no estaba suficientemente preparada para el puesto.
Gracias a Dios por mi memoria.
-Ah, bueno, no te preocupes -me consoló Martha-. Seguro que a estas alturas ya sabe que estás más que cualificada.
Sí, eso mismo pensé yo.

Noventa días « Ziam »Donde viven las historias. Descúbrelo ahora