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Después del incidente de la lluvia no vi al señor Payne durante unos cuantos días. Y no pensé en él. Ese hombre me confundía; yo nunca había reaccionado así ante nadie, por eso precisamente leía novelas románticas; porque nunca me sentía «sobrecogido de deseo» ni «embargadode pasión». Y era una locura que estuviese tan fascinado (elegí ese término a falta de otro mejor) con un hombre que había dicho que pretendía echarme de mi trabajo. Un trabajo que me encantaba, y no sólo por el trabajo en sí mismo, sino también porque había empezado a conocer gente y a descubrir una parte de mí que probablemente no habría descubierto jamás si me hubiese quedado en Bradford.
Mamá y papá me llamaban a diario para preguntarme cómo estaba, creo que al principio estaban convencidos de que les diría que no me adaptaba a la ciudad y que volvía a casa. Pero poco a poco fui notando que se relajaban y que se alegraban por mí, en especial papá. Con Nathan todavía no había hablado, aunque seguro que mi querido hermano mayor estaba al tanto de todo lo que me sucedía. No le conté a nadie que el socio de Patricia había amenazado con echarme y la verdad era que empezaba a creer que me había imaginado todo el incidente. Hasta el miércoles de la segunda semana.
Mi jefe inmediato, David Letel, se encargaba de representar a Garis Hudson en el que ya era considerado uno de los divorcios más caros de la historia de Inglaterra, más o menos a la altura del de sir Paul McCartney.
Esa tarde, los todavía señor y señora Hudson iban a encontrarse en el bufete con sus respectivos abogados para intentar llegar un acuerdo que les evitase ir a juicio. Diana y yo nos habíamos pasado dos días con la nariz pegada al ordenador, repasando balances, cuentas y cualquier documento que nos sirviese para demostrar que el señor Hudson había ocultado su patrimonio para no tener que pagarle a su mujer la cantidad que ésta solicitaba. Al final habíamos encontrado el rastro de varias cuentas en paraísos fiscales, sociedades fantasma y una casa a nombre de una bailarina de Las Vegas.
David Letel estaba convencido de que la reunión con el señor Hudson y su abogado iba a ser una completa pérdida de tiempo; a pesar de que existían pruebas de que le había sido infiel a su esposa, Randy Hudson quería ir a juicio. El excapitán de la selección inglesa confiaba en que en ese campo también saldría vencedor. David nos felicitó a Diana y a mí por el trabajo que habíamos llevado a cabo y nos pidió que lo acompañásemos a la reunión.
La noche anterior apenas pude dormir, repasando una y otra vez toda la información que teníamos acerca de Hudson. Probablemente yo ni siquiera iba a tener que hablar, pues David llevaría la voz cantante en la reunión y Diana actuaría como su ayudante, pero aun así estaba nerviosa: era la primera vez que asistía a una negociación. Me desperté y desayuné con Diana, que insistió mucho en que quería celebrar conmigo aquel acontecimiento. Diana es así de genial. Cuando pasó lo de Paul, no me preguntó nada, como si supiera que yo no quería hablar del tema, pero ahora insistía en celebrar que iba a tener mi primera reunión importante.
Preparó chocolate caliente y salió a comprar unas pastas buenísimas que vendían en una pequeña cafetería cerca de casa.
Llegué al bufete y fui en busca de Diana; ella y yo solíamos llegar a la misma hora, pero esa mañana tuve que esperarla. De camino a mi puesto, pasé por delante del despacho de Patricia y vi que tenía la puerta entreabierta. Me acerqué con intención de darle los buenos días, pero me detuve en seco al ver que estaba hablando con Liam Payne y que no parecía ser una conversación agradable.
Estaban muy cerca el uno del otro; Liam de espaldas a mí, con una postura que irradiaba tensión, y Patricia con el cejo fruncido. No podía oír lo que decían, y sé que no debería haberme quedado allí parada, pero no pude evitarlo. Ella dijo algo y levantó la mano derecha con intención de tocarle la mejilla a Liam, pero él se apartó antes de que pudiese hacerlo y sus hombros se tensaron todavía más.
—Hola, Zayn —me saludó Diana desde el pasillo.
Me volví de repente hacia mi compañera y recé para que no me hubiese pillado curioseando.
—¿Estás listo para hoy? —me preguntó.
Yo aproveché para reanudar la marcha en dirección a mi puesto de trabajo.
—Eso creo —le contesté—, pero yo sólo escucharé. David y tú sois quienes lleváis el caso.
—Cierto, pero en estas reuniones nunca se sabe, quizá tú te des cuenta de algo que a nosotros se nos pase por alto. Al final, lo importante es proteger lo mejor posible los intereses de nuestro cliente.
—Claro.
Diana y yo íbamos caminando por el pasillo y oí que a nuestra espalda se cerraba la puerta del despacho de Patricia. Dos segundos más tarde, volvió a abrirse y alguien salió. Liam Payne. Igual que el día del ascensor, noté sus ojos fijos en mí.
¿Me llamaría y me despediría por haber estado fisgoneando? Sólo había sido un segundo, aunque no conseguía aflojar el nudo que se me había hecho en el estómago al ver que Patricia iba a acariciarlo. ¿Había algo entre ellos dos? ¿Por eso lo había molestado tanto a él que la tal Victor hubiese ido a buscarlo? Patricia era como mínimo quince o veinte años mayor que Daniel, pero no sería la primera que iba con un hombre mucho más joven que ella. Y además era una mujer muy atractiva.
Oí que sus pasos se alejaban por el pasillo en dirección contraria y respiré aliviada.
Tal como había anticipado David Letel, la reunión entre el señor y la señora Hudson fue un completo fracaso. Él se presentó con su abogada, Lucinda Cleese, una mujer que parecía comer pasantes para desayunar. La señora Cleese y David Letel intercambiaron insultos con suma cortesía y pensé que los divorcios que había llevado en Bradford no se parecían en nada a ése. Yo había visto a Randy Hudson por la tele muchas veces, era imposible coger un autobús o un metro sin encontrarte con uno de sus anuncios de maquinillas de afeitar, ropa interior o leche de soja. Al natural era todavía más guapo, pero había algo en sus ojos que me puso la piel de gallina. Y no en el buen sentido.
Cuando entró en la sala, fulminó a su esposa con la mirada para luego ignorarla durante el resto del encuentro, algo que me pareció tremendamente insultante. Contestó, con sarcasmo, por supuesto, a un par de preguntas a David Letel y mientras respondía a la segunda, puso la mano en el antebrazo de su abogada y tanto yo como el resto de los presentes tuvimos la certeza de que eran amantes. O que lo habían sido. O que lo iban a ser.Como si eso no fuese bastante, Hudson nos desnudó a Diana y a mí con la mirada. Con ella se detuvo muy poco, algo le debió ver que lo desalentó de seguir adelante, quizá de algún modo desprendía que estaba comprometida y que su novio medía más de dos metros. Pero yo no tuve tanta suerte, y eso que agaché la cabeza e intenté por todos los medios fingir que no veía que me estaba mirando; sus avances no eran bien recibidos, capitán de la selección inglesa de fútbol o no.
—Entonces, nos veremos en el juicio —dijo Lucinda Cleese cerrando teatralmente un cuaderno de piel negra en el que no había apuntado nada.
—Si ya sabías que ibas a hacernos perder el tiempo, querida Lucinda, no deberías haber venido —le contestó David con una sonrisa.
La abogada se puso en pie y el señor Hudson hizo lo mismo.
—Piénsalo bien, David, mi cliente es uno de los hombres más queridos de Inglaterra. No vas a conseguir más de lo que os estamos ofreciendo.
—Si es así, no tienes de qué preocuparte, ¿no? Además, a mí no me importa si el señor Hudson es el hombre más querido de toda Inglaterra o del mundo entero, lo único que quiero es que mi clienta reciba lo que le pertenece. Y tú sabes mejor que nadie lo mal que nos tomamos los ingleses que nuestros héroes nos decepcionen.
Lucinda Cleese levantó la nariz, airada, y excapitán de la selección abrió la puerta de la sala de reuniones. David había sido muy listo al insinuarle a su contrincante que disponía de las pruebas necesarias para bajar a Randy Hudson del pedestal en que lo había colocado la opinión pública.
—Bueno, no ha salido tan mal como esperaba —nos confesó David en cuanto se cerró la puerta—. Muchas gracias por venir, señora Hudson. —Se dirigió a nuestra clienta, que discretamente se estaba secando una lágrima—. Lamento que el encuentro la haya afectado.
—No te preocupes, David, y llámame Garis —contestó ella—, dudo que haya alguien que sepa más cosas de mí y de mi matrimonio que tú, así que… —Levantó una mano y se secó la única lágrima que había escapado de su férreo control—. No sé por qué todavía me importa.
—Pronto habrá terminado, Garis —la consoló él—. Vete a casa y deja que hagamos nuestro trabajo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —aceptó ella con resignación.
—Zayn te acompañará a la salida —sugirió mi jefe inmediato, mirándome.
—Por supuesto —dije yo, aquella mujer estaba tan triste que tenía ganas de abrazarla.
Lo confieso, Garis Hudson siempre me había caído bien. Ella y su marido habían sido novios desde la adolescencia e incluso lo había mantenido mientras él intentaba abrirse camino en equipos de segunda. Durante años, habían sido la pareja de novios preferida de las revistas del corazón, hasta que ella dejó de ir a los partidos y de asistir a las fiestas.
—Si es tan amable de acompañarme, señora Hudson.
Garis se despidió de David y de Diana y me siguió por el pasillo que conducía al ascensor. Vi que volvía llorar y que se secaba las lágrimas con la misma discreción de antes.
—Seguro que cree que soy una estúpida —me dijo, al notar que la miraba.
—No, no creo que sea una estúpida —repliqué de inmediato y aminoré la marcha para quedar a su lado.
—Pues lo soy. Siempre pensé que Randy y yo envejeceríamos juntos y ahora tengo la sensación de que estoy de luto. Es como si mi Randy hubiese muerto hace años y justo ahora me doy cuenta. Estúpido, ¿no? Prefiero pensar que mi marido ha muerto a creer que lleva años engañándome.
—Tal vez sea lo mismo —le dije yo, mirándola a los ojos—. Quizá la mujer que usted es ahora se merezca estar con un hombre mucho mejor que el señor Hudson de ahora.
Me mordí el labio inferior en cuanto terminé la frase. ¿Quién era yo para dar consejos?
—Quizá tenga razón…
—Zayn —le dije mi nombre sin molestarme que no lo recordase.
—Zayn. —Me tendió la mano—. Gracias por acompañarme.
—De nada.
Estábamos frente al ascensor. Cuando éste se abrió y ante nosotras apareció el señor Randy Hudson en persona.
—Vaya, qué sorpresa —exclamó con una sonrisa sardónica—. No encuentro el móvil —explicó, metiéndose las manos en los bolsillos—. ¿Me acompañas a buscarlo, Garis, o querrás reclamármelo más tarde?
Vi que a la señora Hudson volvían a llenársele los ojos de lágrimas, mientras él sonreía satisfecho.
—Yo lo acompañaré, señor Hudson—me ofrecí, antes de que dijese algo más ofensivo contra su esposa—. Adiós, Garis.
Me despedí con una sonrisa y me aseguré de que se cerraba el ascensor con ella dentro antes de dirigirme al recién llegado.
—No se deje ganar lástima por las lágrimas de ella, es toda una artista —me advirtió Randy Hudson sin dejar de sonreír, pero modificando la posición de los labios.
Me recordó a los malos de los dibujos animados que miraba de pequeño.
—Si quiere, puede esperar aquí y yo iré a ver si encuentro su teléfono.
—No, prefiero acompañarlom
—Como quiera. —Me di media vuelta y empecé a caminar de nuevo por el pasillo. Nos cruzamos con Diana y, al verla levantar las cejas, le expliqué lo que sucedía antes de que me lo preguntase—; El señor Hudson ha perdido su teléfono móvil y cree que podría estar en la sala de reuniones.
—Yo no he visto nada, pero no está de más comprobarlo. Te espero en mi despacho dentro de dos minutos, ¿de acuerdo? —añadió mi compañera, mirando directamente a Hudson.
En ese instante le habría dado un beso a Diana. Hacía pocos días que nos conocíamos y ya se había dado cuenta de que aquel hombre me ponía los pelos de punta. Y su actitud, peor que la del lobo de Caperucita, no ayudaba demasiado.
—No sabía que los bufetes de abogados funcionasen igual que los internados —se burló él en cuanto Diana se alejó un poco—. Su amiga se ha comportado como una madre superiora.
Abrí la puerta de la sala de reuniones y entré sin dignarme contestarle; él me siguió. Aparté las sillas de la mesa y miré en el suelo; mientras, Hudson sencillamente se apoyaba en una pared.
—Su teléfono no está aquí —afirmé con total convicción.
—Vaya, qué lástima.
Se apartó de la pared y se acercó a mí. Yo estaba en el extremo más alejado de la puerta y la mesa me bloqueaba por la izquierda. A la derecha tenía una pared. Una de las pocas del bufete que no era de cristal.
—Será mejor que lo dé de baja cuanto antes —le sugerí como un idiota.
No sabía qué decir y no me gustaba nada el modo en que me miraba.
—Otro se encargará —contestó él, sin dejar de moverse—. Eres nuevo, ¿no? La primera vez que vine, David sólo tenía a esa remilgada como asistente...
Mis piernas empezaron a flaquear.
—Me he incorporado hace poco —le informé, intentando fingir que manteníamos una conversación de lo más normal y que él no estaba a menos de medio metro de mí.
Mi espalda chocó contra la pared y Randy Hudson alargó un brazo y lo apoyó en la silla de la presidencia de la mesa, impidiéndome salir.
—Señor Hudson, la señorita Diana me está esperando —le recordé, haciendo referencia a Diana.
—Oh, no se preocupe, seguro que lo entenderá —me dijo él, mostrando sus blanquísimos dientes e inclinándose hacia mí.
—Apártese, señor Hudson.
—Tranquilo, he cerrado la puerta al entrar. No nos molestarán —repuso el muy cretino, interpretando que mis nervios se debían a que tenía miedo de que nos pillaran.
—Gritaré.
—Grita tanto como quieras.
Cerré el puño de la mano derecha y me pregunté si me arrestarían si le daba un puñetazo al capitán de la selección inglesa de fútbol.
«Si no se aparta se lo doy —pensé—. No me merezco que mi primer beso después de…»
La puerta se abrió de repente.

Noventa días « Ziam »Donde viven las historias. Descúbrelo ahora