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Después de que el señor Paybe me dejase plantado en la sala de reuniones, me fui en busca de Patricia. Por suerte, la encontré en el pasillo y me felicitó por haber pasado la entrevista con Liam. Yo no le dije que si eso había sido una entrevista, había sido la más rara de mi vida; a mí me había parecido más bien una prueba de supervivencia. Una advertencia.
Seguían temblándome las piernas y no podía dejar de sentir un leve cosquilleo en las rodillas, justo donde se habían rozado con las de él.
Todas aquellas nuevas sensaciones me sobrecogían, no las comprendía, y la verdad era que después de lo que me había sucedido con Paul no quería analizarlas. No me fiaba de mis propios instintos. Al menos, no en lo que se refería a los hombres. Quizá lo que yo había interpretado como una sorprendente —temporal— e inexplicable atracción, para el señor Payne tan sólo había sido un incordio, una cuestión de mala química, A veces hay gente a la que no se soporta ni mirarla y tal vez era eso lo que le había pasado a él conmigo. Pero me ha sonreído en el ascensor.
—Diana te explicará cómo funcionan las cosas en el departamento —me dijo David Lee después de presentarme a esa otra abogada.
David Letel era el responsable de los casos civiles del bufete, que básicamente se dividían en dos grandes grupos: divorcios y herencias. Patricia me había llevado con él y me había dejado en sus manos. David apenas le había prestado atención. Al parecer, el señor Payne no había exagerado al decir que el departamento estaba desbordado. Con un «gracias», y un «luego iré a verte a tu despacho», David se despidió de Patricia.

A diferencia del señor Payne, David Letel sí respondía al prototipo de abogado londinense que yo tenía en la cabeza. Era un hombre de unos sesenta años, con traje gris, calcetines de colores, camisa de rayas y pañuelo a cuadros en el bolsillo. Pura flema y mal humor, con unos modales excelentes y cortantes.

Llevaba allí varias horas y comprendí que David, él insistió en que lo llamase por su nombre, dirigía su departamento con mano férrea pero a la vez suave. Era estricto y directo, y me dijo claramente qué esperaba de mí:
—Durante los primeros días seguirás a Diana y la ayudarás en todo lo que sea necesario. Tanto si es buscar jurisprudencia como archivar papeles.

—Por supuesto.

—Ahora mismo, la mitad del departamento está centrada en el divorcio de los Hudson. Nosotros representamos a la señora Hudson. Evidentemente no han llegado a ningún acuerdo, así que iremos a juicio. La primera vista es dentro de dos semanas, por lo que no tenemos tiempo que perder. Céntrate en este caso y después ya veremos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, David.

Me pasé el resto del día intentando seguirle el ritmo a Diana y comprobé que tenía mucho que aprender. Por fortuna, ella estaba dispuesta a ayudarme porque había pasado por lo mismo un año atrás y no era de esas mujeres que disfrutan machacando y hundiendo a las demás.

Al mediodía comimos juntos en una cafetería que había cerca del bufete y Diana y yo intercambiamos la información básica. Nombre, dónde habíamos estudiado y cosas por el estilo. Ella no me habló de nadie del trabajo, muestra sin duda de su inteligencia, y yo tampoco le pregunté. Fue un almuerzo agradable y pensé que probablemente terminaríamos haciéndonos amigos.

Cuando volvimos al bufete, nos pasamos el resto de la tarde repasando las cuentas y las declaraciones de bienes del señor Hudson, quien, a pesar de haber sido capitán de la selección inglesa de fútbol e imagen de importantes firmas de cosmética masculina, decía no poseer nada a su nombre y se negaba a pagar lo que la señora Hudson le pedía.

Era lógico que el divorcio de los Hudson  me hiciese pensar en Paul  y en mi casi boda. ¿Por qué había hombres que sentían la necesidad compulsiva de mentir y utilizar a otra personar a la que se suponía que habían jurado amar por encima de todo? Tanto Paul como el señor Hudsonbofrecían al mundo una imagen de maridos y novios perfectos. Irónico.
Eran unos farsantes. Deberían ser sinceros; si no se veían capaces de mantener sus promesas, al menos deberían tener el valor de decirlo y no comportarse como unos cobardes, ni abrir una cuenta en una isla lejana, ni…
—Zayn, ¿estás bien?
La pregunta de Diana me salvó de revivir, al menos en mi mente, el momento más humillante de toda mi vida.
—Sí, ¿por qué?
—Estás arrugando ese pobre folio con tanta fuerza que lo pulverizarás —me dijo, señalándome las manos.
Bajé la vista y vi que tenía razón.
—Lo siento.
—No te preocupes. —Sonrió—. Tenemos otro juego de fotocopias, pero en serio, ¿estás bien? Si estás cansado puedes prepararte un té o un café. Hay una pequeña cocina en la parte de atrás de la oficina.
—Estoy bien —le aseguré y aflojé los dedos para soltar el pobre papel—. Es que —empecé, sintiendo la necesidad de explicarme, aunque fuese sólo un poco—, me molesta que una persona no asuma las consecuencias de sus actos.
—Sí. —Dianabdesvió la vista hacia los documentos que estaba revisando—. Yo me llevé una gran decepción cuando empezamos con el caso. Para mí, Hudson era prácticamente perfecto. Un ídolo. Y al final resulta que es humano, como todos nosotros.
—Podría no ser un mentiroso —dije, ofendido, y vi que Diana volvía a mirarme y enarcaba una ceja.
—Es bonito tener ideales, pero ten presente que no siempre defendemos los intereses de la parte inocente. A veces nos toca defender a los Hudson de este mundo.
Se me revolvió el estómago sólo con pensarlo.
—¿Y cómo lo haces?
—Es mi trabajo —contestó, como si fuese la respuesta más obvia del mundo— e intento hacerlo lo mejor que puedo, pero cuando termino, me voy de aquí y me olvido de todo por completo. Éste no es tu primer trabajo, ¿no? No me dirás que en Bradford todo el mundo es bueno.
—No, por supuesto que no. No me hagas caso, supongo que, igual que te pasó a ti, me he llevado una gran decepción con Hudson —improvisé.
—No tan grande como su esposa —concluyó Diana y tras otra sonrisa, las dos volvimos a concentrarnos en el trabajo.
Dieron las seis y Diana se despidió diciendo que su prometido había ido a buscarla. Yo me quedé un rato más y aproveché para leer el boceto de la demanda que había preparado David Letel. Niallbno llegaría a casa hasta más tarde y así podía ponerme un poco al día.

Noventa días « Ziam »Donde viven las historias. Descúbrelo ahora