Prologo.

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Podría confesar que la primavera es una de mis estaciones preferidas. Y no, no tiene nada que ver con su exquisito olor, ni con las hojas amarillas transformándose en un verde agradable, y mucho menos con esa temperatura tan acogedora. La primavera tiene cosas bellísimas... pero ese día, cuando la estación estaba en su apogeo, le conocí a él. Desde ese momento, la primavera y una pelota de vóley se convirtieron en mis cosas favoritas en el mundo.

Me hubiese gustado conocerle de manera decente y con algo de dignidad. Eso me habría ahorrado apodos horribles en el futuro. Horribles... creo que ese apodo podría empezar a gustarme en algún momento, o quizás, solo es porque era insistente y molesto.

— ¡Duele! —solloce sentada en el suelo, mientras soplaba mis rodillas recién lastimadas.

Las lágrimas comenzaron a caer por todo mi rostro y ahí comenzaba la pesadilla de mi padre. Nadie en el mundo es capaz de parar ese llanto desgarrador y, a lo mejor, un poco exagerado. Toda persona que se ha lastimado las rodillas estaría de acuerdo conmigo cuando digo que es un dolor infernal.

—Isa, no llores, ya va a pasar. —La voz de mi padre se hizo presente mientras se sentaba a mi lado, acariciando mi cabello revuelto.

De algo estaba segura: no podía parar de llorar. Esto dolía, y mucho.

—Qui... quiero ir a casa. —lloriqueé más fuerte que antes.

Mala suerte para mí, que me encontraba a kilómetros de distancia de mi refugio.

—¿Qué le pasó a la niña? —Esa voz... nueva, la ignoré, escondiendo mi cabeza entre mis brazos.

—Se cayó y se lastimó las rodillas. —respondió mi madrastra con preocupación en su voz.

Sentí que alguien tomaba mis manos, que estaban cubriendo mi rostro. Al abrir mis ojos llorosos, pude ver de quién se trataba: del niño que estaba corriendo con el hijo de mi madrastra. Todavía recuerdo esos ojos avellana, tan intensos, que hicieron que mi llanto cesara por unos cortos segundos. No recuerdo su nombre y no quiero parecer grosera; estoy segura de que me dijeron el nombre, pero ahora mismo no puedo pensar en nada que no sea el horrible ardor en mis rodillas. Solo quiero irme a casa...

—No llores, niña. ¿Cómo te llamas? —escuché al niño preguntarme.

—Isabela. —dije sollozando.

—¡Qué lindo nombre! Isabela, es hermoso.

Recuerdo que su amabilidad hizo que lo mirara a la cara y él, en ese momento, me regaló una sonrisa dulce.

—¿Te puedo decir Isa? —asentí dudosa con la cabeza.

Ese recuerdo de mi niñez sigue intacto, no puedo olvidarlo y tal vez no quiero hacerlo. Es personal, intenso y acogedor. Ese día, esa estación y esos ojos marrones siguen en mi cabeza después de tantos años. Quizás algún día, la vida me regale volver a verle, para poder agradecerle por ayudarme a elegir mi camino, mi futuro, mi pasión y mis alegrías desde hace años.

Esta es la historia donde encuentro a ese niño amable que me ayudó hace unos años. El que me mostró que había diversión en este mundo y que también limpió mis lágrimas con la manga de su abrigo, regalándome un cálido abrazo que nunca olvidaré. Aunque quisiera, ese recuerdo sigue latente en mi corazón.

—Isa, no llores por cosas que ya pasaron. Mira adelante, juguemos con el balón, es divertido...

Él tenía razón, sí que lo fue. El balón, como él lo llamó, la pelota de vóley más preciada en mi vida. Le hice caso y seguí jugando. Él me mostró este maravilloso mundo del que nunca más me despegué y del que quiero pertenecer para toda la vida, dejando un legado en él.

Ese niño lindo, amable y de unos ojos intensos de color avellana creció, convirtiéndose en un grandísimo idiota. —Sí, como lo leyeron. —Un imbécil con todas las letras bien puestas, que se las ingenió para dar vuelta a mi mundo. Me encantaría decir que de la mejor manera posible, pero estaría mintiendo. Dio vuelta mi mundo de la manera más dolorosa que podría existir. Lo odio... o no. Todavía no lo sé.

Dos metros lejosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora